LUZ TABÓRICA

Luz Tabórica
"No hay más que una sola y misma luz divina: la del Tabor, la contemplada por las almas purificadas desde ahora, la de la parusía y los bienes futuros."

San Gregorio Palamas


sábado, 19 de mayo de 2012

La celda interior

"El alma que ama al Señor no puede menos de orar, pues está orientada hacia él por la gracia que ha conocido en la oración.
Las iglesias nos han sido dadas para la oración, en las iglesias se celebran los oficios según los libros litúrgicos; pero tú no puedes llevarte la iglesia contigo ni tienes siempre a tu disposición los libros. La oración interior, en cambio, está contigo siempre y en todas partes. En las iglesias se celebran los servicios divinos, y el Espíritu Santo está presente. Pero la mejor iglesia de Dios es el alma. Para el que ora en su alma, el mundo entero se convierte en un templo; pero esto no es concedido a todos.
Muchos hombres oran con los labios y gustan de rezar con los libros de oraciones. Eso está bien; el Señor acoge su oración y derrama la gracia sobre ellos. Pero si se ora pensando en otras cosas, el Señor no escuchará esa oración.
El que ora por rutina no experimenta cambios en su oración, pero el que ora de corazón conoce muchas pruebas en la oración: se encuentra en lucha con el Enemigo, en lucha consigo mismo, con sus pasiones, en lucha con los hombres; y en todo eso se ha de ser valeroso."

San Silouan el Athonita.

lunes, 7 de mayo de 2012

Intuición

"Como un agricultor en busca de un lugar conveniente para trasplantar allí algún árbol silvestre encuentra de repente un tesoro, así todo asceta humilde y sencillo, con el alma libre (lisa) de toda pelosidad material, será semejante al beato Jacob que, interrogado por su padre: '¿Cómo lo has encontrado tan pronto, hijo mío?', responde: 'El Señor me lo ha puesto delante' (cf. Gn 27, 20). En efecto, cuando Dios nos comunica su misma sabiduría en nuestras sabias contemplaciones, sin fatiga por parte nuestra y cuando nosotros no nos lo esperamos, pensamos haber encontrado de improviso un tesoro espiritual"

San Máximo el Confesor

lunes, 23 de abril de 2012

Infierno

"Mantén el espíritu en el infierno y no desesperes"

San Silouan el Athonita

jueves, 23 de febrero de 2012

La corona de la victoria

"La primera victoria sobre nosotros mismos -fundamento y condición de todas las demás, la única que las hace posibles- consiste en quebrar nuestra propia voluntad y someterla enteramente a Dios, alejándonos y separándonos de toda fuente de pecado. Esta sumisión nos lleva a desviarnos de las pasiones con aversión y repugnancia. Con esta arma espiritual, somos tan fuertes como todo un ejército. Cuando no existe esta remisión de sí mismo a Dios, la victoria está en manos del enemigo antes de que se entable la batalla. Por el contrario, si nos remitimos a Dios, la victoria a menudo nos es acordada sin que debamos luchar.

Vemos por esto que, puesto que el punto de partida de toda actividad positiva se encuentra en nuestro estado interior, toda la fuerza del enemigo se orienta también por ese lado. Si la conciencia y la voluntad son atraídas por lo que está bien, golpearán mortalmente todo mal y toda pasión, en particular los que se encuentran en nuestro interior. El punto capital es, precisamente, esa atracción de la voluntad hacia lo que está bien. En esto, como siempre, la fuerza que entabla el combate contra las pasiones es el intelecto o el espíritu, en donde residen la conciencia y la libertad; dicho de otro modo, el espíritu, ayudado y sostenido por la gracia. Es la gracia la que curará nuestras facultades, coronando de éxito todos nuestros combates ascéticos. Es también la gracia la que llena de fuerza nuestro intelecto o nuestro espíritu, para que pueda atacar las pasiones y abatirlas. Inversamente, cuando las pasiones se fortifican, atacan directamente al intelecto y al espíritu; en otros términos, se esfuerzan por subyugar nuestra conciencia y nuestra libertad. Contra ese santuario interior, donde residen la conciencia y la libertad, dirige el enemigo sus flechas inflamadas. Ataca por medio de las pasiones, se embosca en nuestro cuerpo y en nuestra alma. Sin embargo, mientras nuestra conciencia y nuestra libertad permanezcan firmemente ligadas al bien, la victoria es nuestra, cualquiera sea la violencia del asalto.

Esto no significa que la fuerza para vencer se encuentra en nosotros y no en Dios; sólo muestra el punto donde opera esta fuerza victoriosa. En esta guerra, aquél que debe combatir directamente, es nuestro espíritu rengenerado. Pero es la gracia la que trae la victoria y destruye las pasiones. Crea algo en nosotros y destruye algo diferente, pero actúa siempre por medio de nuestro espíritu, es decir por nuestra conciencia y nuestra voluntad. Aquél que lucha se posterna ante Dios implorando su ayuda, y está lleno de odio y disgusto hacia sus enemigos. Actuando por su intermedio, Dios los vence y los rechaza."


Teófano el Recluso, "Consejos a los ascetas"







lunes, 20 de febrero de 2012

La oración interior

"Así como es imposible que aquel que mira fijamente el Sol no reciba un esplendor más vivo a los ojos, del mismo modo el que siempre se dirige al cielo del corazón no puede dejar de ser iluminado."

Hesiquio de Batos.


Cuando hablamos de la práctica de la oración del corazón, una pregunta que cabría formular es si se trata o no de lo que habitualmente es designado como "plegaria", entendida esta palabra en su sentido etimológico de "petición", "ruego" o "súplica", sea de una gracia o consolación del tipo que fuere, hacia algo que es considerado como exterior al individuo que la pronuncia. Si atendemos a su forma externa, "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador", la respuesta debería ser incontestablemente afirmativa, y en efecto lo es, siempre y cuando no perdamos de vista que existen diferentes niveles jerárquicos de participación y de comprensión en la vía espiritual que dependederán del nivel de realización alcanzado por el individuo y de sus aspiraciones internas, siendo cada uno de estos grados perfectamente legítimo en su respectivo dominio. Así, desde un punto de vista puramente exterior, lo que el fiel en todo su derecho está pidiendo por mediación de Cristo es un descenso de la Misericordia divina para obtener la salvación, pero también es cierto que quienes logran profundizar y avanzar más efectivamente por esta práctica lo que buscan en realidad es una identificación e interiorización que derribe la barrera de separación ilusoria entre lo humano y lo divino. Es por eso que quienes se encuentran en estados espirituales más elevados prefieren ir acortando progresivamente la frase de la oración hasta desembocar finalmente en la simple invocación del Nombre de Jesús -la oración monológica- como paso previo al absoluto silencio de la hesichya. Porque, como diría San Serafín de Sarov, "el alma habla durante la oración, pero cuando desciende el Espíritu Santo, debemos permanecer totalmente en silencio" [1], pues alcanzado el silencio y la quietud perfecta el hombre está en conformidad con lo no manifestado, con el Principio Supremo que permanece eternamente por encima y más allá de todo Nombre.

Ahora bien, lo repetimos una vez más, sin haber alcanzado la completa theosis, el hombre puede sin embargo desde ahora entrar en una comunicación efectiva con los estados superiores e incluso con el Principio Supremo, que será más o menos completa en virtud de los estados de realización alcanzados, a través de la invocación del Santo Nombre de Jesús, ese Nombre que, como explícabamos anteriormente, reúne y sintetiza todos los Atributos divinos en Sí mismo.

Pero, por esa misma interiorización ligada a la concentración de las facultades intelectuales y, por añadidura, de todos los elementos constitutivos del ser, en la invocación incesante del Nombre divino, aquí ya no podríamos hablar de una "plegaria" en un sentido estricto, sino que estaríamos ante lo que se ha convenido en llamar "incantación" o "encantamiento", que, de acuerdo a la definición aportada por Guénon, "no es una petición, y ni siquiera supone la existencia de alguna cosa exterior (lo que toda petición supone forzosamente), porque la exterioridad no puede comprenderse más que en relación al individuo, que precisamente se trata de rebasar aquí; el encantamiento es una aspiración del ser hacia lo Universal, a fin de obtener lo que podríamos llamar, en un lenguaje de apariencia algo «teológico», una gracia espiritual (...). Aquí, la acción de la influencia espiritual, debe ser considerada en el estado puro, si se puede expresar así; el ser, en lugar de buscar hacerla descender sobre él como lo hace en el caso de la plegaria, tiende al contrario a elevarse él mismo hacia ella." [2]

Esta orientación hacia lo Universal en el ser que se enhipostasía para convertirse en el lugar de conjunción entre lo divino y lo humano encarnando el Verbo en sí mismo, es expresada en estas sencillas palabras por el autor anónimo que firmaba sus escritos como "un monje de la Iglesia de Oriente":

"El nombre de Jesús es más que un misterio de salvación, más que un socorro en las necesidades, más que un perdón después del pecado. Es un medio por cual podemos aplicar a nosotros mismos el misterio de la Encarnación. Más allá de la presencia, él otorga la unión. Pronunciando el nombre, entronizamos a Jesús en nuestros corazones, revestimos a Cristo, ofrecemos nuestra carne a la Palabra para que la asuma en su Cuerpo místico, hacemos desbordar hasta en nuestros miembros sometidos a la ley del pecado la realidad interior y la fuerza de la palabra: Jesús." [3]


Teófano el Recluso, por su parte, en este interesante pasaje deja perfectamente en claro que aquello a lo que el hombre tiende en primer lugar por la práctica constante de la oración interior, aun sin haber actualizado plenamente sus potencialidades, no podría ser sino una purificación e iluminación interior que brota como un fuego desde el propio corazón, que es el centro mismo del ser individual y la morada del Espíritu:

"La verdadera oración, exenta de ilusión, es una oración en la cual el calor espiritual, unido al nombre de Jesús, pone el fuego en las profundidades del corazón y consume las pasiones como si fueran malas hierbas. Esta oración trae al alma el bienestar y la paz; no viene de la derecha ni de la izquierda, ni tampoco de lo alto, sino que brota en el corazón como una fuente de agua del Espíritu vivificador. Es esta clase de oración, y esta sola, la que debéis amar y tratar de conservar en el corazón, cuidando vuestro intelecto de la imaginación. No temáis nada cuando la poseéis, pues aquél que dijo: '¡Tranquilizáos, soy yo, no tengáis miedo!' (Mat. 14, 27), estará en vuestro interior." [4]


Si puede afirmarse en este caso, tal como señala el texto que hemos citado hace un momento, que el ser tiende a elevarse él mismo hacia la energía deificante de la gracia en lugar de hacer que ésta simplemente descienda, es porque el camino a seguir no es estrictamente hablando una "imitatio Christi" en un sentido literal, lo que supondría aun una cierta alteridad irreductible con el ejemplar celeste que busca ser emulado, pues la vía seguida por Jesús, considerando la doble naturaleza y su función redentora, es una realización descendente, mientras que el hombre, en condiciones normales, habrá de seguir por el contrario, apoyándose ineludiblemente en el trabajo interior, un camino de ascenso que tendrá como objetivo último alcanzar "la estatura perfecta de Cristo", según las palabras de San Pablo (Efesios 4: 13), que no es otra cosa que la plena realización en sí mismo del Hombre Universal -o del Adán Cósmico, para utilizar un término patrístico. Sin embargo, decirlo de este modo, si nos atenemos a las enseñanzas de los Padres, no es del todo suficiente, y es necesario, por tanto, hacer una breve precisión a fin de evitar cualquier malentendido.

Si bien es cierto que no se trata de esperar pasivamente el descenso de la gracia, ni de que para ello la libertad individual deba ser doblegada por una fuerza externa, tampoco puede decirse que la energía divina pueda ser obtenida como resultado lógico de un esfuerzo voluntarista, lo que nos conduciría a una suerte de pelagianismo, pues el hombre, en tanto no haya trascendido su condición individual no tiene poder alguno para decidir, como en una fantasía prometeica, sobre algo que rebasa infinitamente sus posibilidades actuales de comprensión. Paul Evdokímov lo resume de esta manera: "La parte del hombre, su participación en la obra de su salvación tendrá siempre su lado antinómico. Por una parte, 'si Dios mirara los méritos, nadie entraría en el reino', dice Marcos el Ermitaño; y, por otra parte, según el adagio patrístico: 'Dios lo puede todo, menos coaccionar al hombre para que le ame'." [5] Entramos aquí en la delicada cuestión de la sinergia entre la gracia y la voluntad, un tema ciertamente fundamental sobre el que esperamos volver en otro momento.

Por ahora, bástenos decir que si la actitud activa del hombre no es en absoluto suficiente por sí misma para la realización interior, es no obstante necesaria en vistas a cualquier progreso espiritual que se pretenda alcanzar, porque de lo que se trata en definitiva es de un concurso de dos voluntades, es decir, de la Voluntad divina que confiere la energía deificante por las llamas del Espíritu Santo y de la voluntad humana que buscará conformarse progresivamente a ésta sometiéndose -libremente- a la Ley divina inscrita en su corazón, esperando obtener la gracia como un don libre del Padre celestial en esta mutua colaboración sinérgica y no como el fruto merecido por sus determinaciones individuales. En el límite, cuando la voluntad humana coincide perfectamente con la Voluntad divina, el hombre se convierte en un teúrgo, en un instrumento consciente de la realidad divina, y a través de sus acciones puede actualizar eficazmente el movimiento del influjo espiritual; es hacia esa conformidad precisamente hacia la que conducen las prácticas rituales.

Por lo tanto, todo ascenso espiritual del hombre es concomitante con una donación simultánea de la gracia, y ya no podría hablarse propiamente de un "descenso", pues las energías increadas de la Divinidad se desbordan constantemente en este mundo y son participadas desde siempre, en una indefinida diversidad de grados, como algo inherente a la propia naturaleza del hombre; lo que se busca más bien es "actualizar" Aquello que, parafraseando a San Agustín, es "interior a nuestra más honda interioridad". Por eso los Padres népticos hablan técnicamente de un "recuerdo de Dios" indisociable de la oración de Jesús, porque lo que se trae a la presencia y se actualiza interiormente tras la purificación del corazón no es algo ajeno a nosotros ni se superpone al intelecto como un agregado exterior; es el Logos eterno, la Vida divina que arde y resplandece íntimamente como la "Luz de los hombres".

Para finalizar, dejamos al lector con estas inspiradas palabras de San Máximo el Confesor:

"Aquél que haya vuelto puro su corazón conocerá, no solamente las razones de los seres inferiores a Dios sino que atraerá también, en una cierta medida, al mismo Dios y, cuando haya franqueado la sucesión de todos los seres alcanzará la cumbre suprema de la felicidad. Dios, manifestándose en ese corazón se dignará grabar allí sus propias leyes por medio del Espíritu, como sobre nuevas tablas mosaicas. Esto en la medida en que el corazón haya progresado en la acción y la contemplación, según la intención mística del precepto: 'Creced' (Gén., 35, 11).

Se puede llamar corazón puro a aquél que no tienen ningún movimiento natural hacia ninguna cosa, de cualquier tipo que sea. Sobre esta tabla perfectamente alisada por una absoluta simplicidad, Dios se manifiesta e inscribe sus propias leyes.

Es un corazón puro el que presenta a Dios una memoria sin especies ni formas, dispuesta únicamente a recibir los caracteres por los que Dios acostumbra a manifestarse.

El espíritu de Cristo que reciben los santos según las palabras: 'nosotros poseemos el pensamiento de Cristo' (I Cor., 2, 16), no viene a nosotros mediante la privación de nuestro poder intelectual, ni como un complemento de nuestro intelecto, ni bajo la forma de un agregado sustancial a nuestro intelecto. No. Él hace brillar el poder de nuestro intelecto en su propia cualidad y lo conduce a su propio acto. Yo llamo, 'tener el espíritu de Cristo', a pensar según Cristo y pensar a Cristo en todas las cosas." [6]










[1] San Serafín de Sarov, "Conversaciones con Motovilov".
[2] René Guénon, "Apercepciones sobre la iniciación".
[3] "Un monje de la Iglesia de Oriente y Olivier Clement, "La oración del corazón".
[4] Teófano el Recluso, "Consejos a los ascetas".
[5] Paul Evdokímov, "El conocimiento de Dios en la tradición oriental".
[6] AA. VV. "La Filocalia de la oración de Jesús".

miércoles, 15 de febrero de 2012

Falsa libertad

Estas breves palabras de Teófano el Recluso*, extraídas de su correspondencia escrita en el siglo XIX, lejos de perder vigencia, debido a las corrientes disolventes y alienantes que imperan en esta época, quizá merezcan ser consideradas como nunca antes:

"Si nuestro espíritu se separara de Dios, el poder de libre arbitrio que nos ha sido dado, nos sería quitado. Entonces, en efecto, el hombre no podrá ya dominar sus inclinaciones, ni las necesidades de su cuerpo, ni los contactos exteriores. Será desgarrado por los deseos de su alma, de su cuerpo, y por la vanidad de su vida exterior, aunque parezca, a primera vista, que todas esas cosas deban contribuir a su placer y a su felicidad. Comparad esos dos estados, y veréis que, en el primero, el hombre permanece enteramente ante Dios en el interior de sí mismo y, en el segundo, está enteramente fuera de sí, olvidando a Dios. Ese estado empeora más aún con la invasión de las pasiones que se arraigan en el yo y que penetran el alma y el cuerpo, imprimiendo, a todo lo que allí se encuentra, una falsa dirección, no ya constructiva, sino destructora, separándolo del camino del Espíritu y del temor de Dios, llevándolo a obrar contra su propia conciencia. El hombre llega a ser, de ese modo, cada vez más superficial."





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Referencias:

El texto fue tomado de la recopilación titulada "Consejos a los ascetas", editada por Lumen.

* Teófano el Recluso (1815-1894) fue un sacerdote ortodoxo ruso, nacido con el nombre de Gueórgui Vasílievich Govorov, que a partir de 1854 ejerció como obispo, primero en Tambov y luego en Vladimir. Posteriormente, en 1866, presentó su renuncia a las funciones públicas y se retiró a la soledad de la vida monástica donde se dedicó a la traducción de numerosos textos tradicionales, elaboró comentarios a las Epístolas de San Pablo y editó la célebre "Dobrotoljubie", una versión ampliada y adaptada de la Filocalia griega. Se conserva igualmente gran parte de la abundante correspondencia que mantuvo a lo largo de los años con todos aquellos que requerían de sus consejos.

domingo, 5 de febrero de 2012

El Santo Nombre

"Dios sólo habla a los sencillos que creen en su NOMBRE y sólo inspira a sus niños que obedecen su VOZ."

Louis Cattiaux


"El Espíritu escribe el nombre de Jesús en letras de fuego en el corazón de sus elegidos."

Un monje de la Iglesia de Oriente




La práctica central del cristianismo oriental alrededor de la cual se despliegan gran parte de las enseñanzas tradicionales, como ya muchos sabrán, es la recitación incesante de la oración del corazón, también conocida como "oración de Jesús". La fórmula clásica establecida formalmente, aunque no de manera exclusiva, por la espiritualidad bizantina es, en griego: “Kyrie Iesou Christe, Yie tou Theou, eleison me, ton amartalon”, es decir, "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador". [1]

Es menester remarcar que dicha fórmula ha experimentado variaciones a lo largo de la historia y no está en absoluto circunscripta a una única forma, pero, si bien existen algunas excepciones, como aquellos que optan por repetir el tradicional "Kyrie eleison", "Señor, ten piedad", para que ésta sea una "oración de Jesús" propiamente dicha, lo indispensable y esencial de la misma es la invocación y concentración en el Nombre divino. Algunos emplean, por ejemplo, una fórmula más corta: "Señor Jesús, ten piedad de mí", o "Señor Jesús", y otros prefieren, siguiendo el más antiguo uso histórico, retornar a la primitiva oración monológica pronunciando solamente el Nombre de Jesús, porque, como veremos a continuación, es ahí donde reside todo el poder de la práctica.

Los Nombres divinos en general, como dijimos en la anterior entrada, corresponden a los atributos de Dios, entendidos éstos como donaciones dinámicas y concretas de la energía divina, es decir, como medios de participación que ponen al individuo en una relación efectiva con el Principio Supremo. En otras tradiciones existen determinadas prácticas y enseñanzas fundadas también en la ciencia de los Nombres que consisten, como en el caso del Islam, en la recitación o meditación en los diferentes Atributos manifiestos o revelados de Dios, pero admitiendo por encima de todos ellos un Nombre oculto, misterioso y conocido sólo por Él, análogamente a lo que ocurre en la tradición judía con el Nombre impronunciable de la Divinidad, el Tetragramatón, IHVH. Pero en el cristianismo, si bien existen, salvando grandes distancias, prácticas de culto que podríamos considerar hasta cierto punto semejantes [2], al profundizar un poco más en esta doctrina, nos encontraremos con una realidad bastante diferente en virtud de las especificidades de esta vía particular. Pues ese nombre que le fue revelado a la Virgen por el ángel Gabriel durante la Anunciación es ni más ni menos que el Nombre propio de la Divinidad, es decir, por paradójico que ésto suene, una expresión manifiesta en la que el Nombre inefable, impronunciable e inaccesible se revela directamente a los hombres en la medida en que éstos sean capaces de reconocerlo.

Veamos: en primer lugar, la veneración del Santo Nombre de Cristo tiene su fundamento, como no podría ser de otro modo, en las Sagradas Escrituras mismas.

Así, el Apóstol San Pablo nos dice:

"Por eso, Dios lo exaltó
y le dio el Nombre que está sobre todo nombre,
para que al nombre de Jesús,
se doble toda rodilla
en el cielo, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre:
'Jesucristo es el Señor'."
(Filipenses 2: 9-11)


En el libro de los Hechos leemos:

"Porque en ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos."
(Hechos, 4: 12)


El Evangelio según San Juan, por su parte, nos recuerda estas palabras del propio Jesús:

"Aquel día
no me harán más preguntas.

Les aseguro
que todo lo que pidan al Padre,
él se lo concederá en mi Nombre.
Pidan y recibirán,
y tendrán una alegría que será perfecta."
(Juan 16: 23-24)


Los ejemplos en el Nuevo Testamento podrían extenderse largamente, pero estimamos que los pasajes aquí transcriptos son más que elocuentes.

Se acepta de manera general que 'Ιησούς es una transcripción griega del hebreo Ieschouah, que podría traducirse como "Salvador" o, más exactamente, "Salvación de Dios", "Dios salva" o "Dios es Salvación", puesto que su grafía hebraica en la que sólo aparecen las consonantes y las semiconsonantes es, de acuerdo a la transcripción en el alfabeto latino, IHShV'(a), que, como podemos apreciar, contiene el Nombre divino IH, pronunciado Iah (como en Hallelu Iah), que constituye el primer elemento y la base del Gran Nombre Divino IHVH. [3] Esta interpretación nos parece perfectamente legítima en tanto que pone al hombre en relación personal con la Misericordia, esto es, con el descenso vertical de la gracia que propicia su salvación; sin embargo, nos parece oportuno en este punto recurrir a otras fuentes que, creemos, pueden arrojar un poco más de luz sobre esta cuestión.

Si miramos ahora hacia la Iglesia de Roma, comprobaremos que, al menos durante un cierto tiempo, la veneración del Nombre de Jesús ha sido bellamente desarrollada por autores espirituales de gran relevancia, tales como el mismísimo San Bernardo de Claraval, Enrique Suso, San Ambrosio, San Bernardino de Siena, San Juan Capistrano y posiblemente San Francisco de Asís, tal como lo han atestiguado varios miembros de su cofradía. De todos modos, es interesante notar que en este caso, al igual que con otros varios símbolos específicamente cristianos, mientras que en la Iglesia de Oriente ha permanecido más o menos vivo su recuerdo (al menos tanto como es posible a pesar del oscurecimiento cíclico del mundo), en Occidente se han ido ocultando paulatinamente, aunque sin perderse por completo, y la interpretación de su sentido más profundo se ha preservado subterráneamente en órdenes iniciáticas o entre los miembros de la elite intelectual de cada época. Pero esto no es en absoluto taxativo, pues "el Espíritu sopla donde quiere", y siempre se han encontrado excepciones, miembros visibles de la Iglesia que han penetrado efectivamente en su núcleo esencial.

Por lo tanto, cuando en este blog hablemos de "Cristianismo Oriental", si bien nos inspiraremos fundamentalmente en las enseñanzas y directrices trazadas por los grandes maestros de la llamada Iglesia de Oriente, no lo entenderemos en un sentido específicamente geográfico o histórico, marcado por discusiones dogmáticas y políticas que no nos llevarían demasiado lejos, sino en el sentido espiritual y metafísico que la Tradición siempre le ha otorgado a la palabra "Oriental".

Después de esta digresión, volvamos al tema que aquí nos ocupa.

En Occidente existía una enseñanza transmitida por los cabalistas cristianos del Renacimiento que fue expuesta públicamente por el iluminado pensador italiano Giovanni Pico della Mirandola en sus "Conclusiones mágicas y cabalísticas", donde explicaba:

"Cualquier hebreo cabalista está inevitablemente obligado según los principios y los dichos de la dicha Cábala a admitir la trinidad de Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo y precisamente eso, sin variaciones, disminuciones o añadidos, tal y como lo propone la fe católica de los cristianos.

Consecuencia: No sólo quien niega la Trinidad sino los que la entienden de otra manera distinta del modo de entender de la Iglesia Católica, como los arrianos, sabelianos y otros, pueden ser refutados manifiestamente si se admiten los principios de la Cábala.

Quien haya profundizado en la ciencia de la Cábala podrá entender que los tres grandes nombres cuaternarios de Dios que están entre los secretos de los cabalistas deben atribuirse a las tres personas de la Trinidad. De modo que el nombre de היהא sea el Padre, el nombre de הוהי sea el Hijo, y el nombre de ינדא sea el Espíritu Santo.

Ningún cabalista hebreo puede negar que el nombre de Jesús, si se interpreta según el modo y principios de la Cábala, significa precisamente Dios, es decir, hijo de Dios y de la sabiduría del Padre por la tercera persona de la divinidad, que es un fuego ardentísimo de amor, y que está unido a la naturaleza humana en una unidad de supuesto.

De la precedente conclusión se podrá entender por qué dijo Pablo que nos ha sido dado el nombre de Jesús que está sobre todo nombre y por qué en el señor Jesús se ha dicho que se doblará ante él toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los infiernos, que esta frase es también cabalística por excelencia y la podrá entender quien haya profundizado en la Cábala." [4]


Más adelante, el sabio italiano nos aclara por qué al Hijo le corresponde precisamente el Tetragramatón y, en consecuencia, el Nombre divino de Jesús significa propiamente Dios:

"Por la letra Scin, que está en medio del nombre de Jesús, se nos significa cabalísticamente que entonces reposó tan perfectamente como el mundo en su perfección, cuando la Iod se unió a la Vau, lo que se hizo en Cristo, que fue verdadero hijo de Dios y verdadero hombre.

Por el nombre de Iod, he, vau, he, que forman el nombre inefable como dicen los cabalistas se sabe cuál iba a ser el nombre del Mesías y que iba a ser evidentemente hijo de Dios, hecho hombre por el Espíritu Santo que, después de él descendería como Paráclito sobre los hombres para perfección del género humano."


Esta doctrina sería posteriormente continuada por el sacerdote alemán Johannes Reuchlin.

De este modo, vemos que el Tetragramatón impronunciable, IHVH, se hace audible a través del Nombre revelado del Hijo, la hipóstasis del Verbo, Dios hecho carne, IHSVH, el Pentagramatón formado con el agregado de la letra Shin; ésta es la Palabra exclamada por el Padre al reconocerse a Sí mismo en el instante que precede a la Eternidad; es el Nombre único pronunciado de una vez y para siempre por los labios de la Deidad oculta, el sonido celeste que se manifiesta en secreto a través del lenguaje de la Creación.

Además, según se explica en el Zohar, es por la letra Shin por la que el Santo, bendito sea, recibe el nombre de El Shaddai, el Todopoderoso; es una de las letras Madre, de acuerdo al Sepher Yetsirah, y en su carácter ideográfico está formada por tres líneas que representan a los tres Patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, que se corresponden respectivamente con las tres columnas del Árbol de la Vida signadas por Jésed, Guevurá y Tiféret. También es asociada en este mismo libro con el elemento Fuego, por el que fueron creados los cielos, capaz de reunir en sí mismo las partes dispersas. Allí leemos:

"Él hizo a Shin reinar sobre el Fuego. La coronó y la combinó con todas las demás. Con ellas formó el cielo en el Universo, el Calor en el Año, y la Cabeza en el Alma: la masculina con ShAM y la femenina con ShMA" [5]


Sin detenernos más en este punto, que podría dar lugar a disquisiciones que exceden ampliamente los alcances de este escrito, notemos de pasada la relación sugerente que se desprende inmediatamente entre las implicaciones de la letra Shin y la persona de Cristo, que es quien transmite, por el Espíritu Santo, el bautismo de Fuego y quien asume finalmente su lugar como cabeza de la Iglesia, su Cuerpo Místico, la cual puede a su vez ser comprendida a un nivel individual o microcósmico como la imagen del alma de cada cristiano que habrá de convertirse en templo y receptáculo de Dios.

Dicha enseñanza, que quizá podría chocar con los prejuicios académicos de algunos eruditos, ha sido transmitida discretamente a lo largo de los años, y esto es claramente apreciable en uno de los grabados atribuidos a Jakob Boehme en el siglo XVII.





Teniendo en cuenta estas consideraciones, no es de extrañar que paralelamente, sin necesidad de haber tomado contacto con estas doctrinas, el sacerdote ortodoxo Sergei Bulgakov, siguiendo la línea de transmisión de su propia Iglesia dijera estas sencillas pero brillantes palabras respecto de la oración del Santo Nombre:

"La fuerza de su oración no reside en su contenido, que es simple y claro, sino en el nombre muy dulce de Jesús. Los ascetas testimonian que ese nombre encierra la fuerza y la presencia de Dios. No solamente Dios es invocado mediante ese nombre, sino que él está ya presente en esta invocación. Se puede afirmar ciertamente de todo nombre de Dios, pero es necesario decirlo sobre todo del nombre divino y humano de Jesús, que es el nombre propio de Dios y del hombre. En resumen, el nombre de Jesús, presente en el corazón humano, le comunica la fuerza de la deificación que el Redentor nos ha acordado... La luz del Nombre de Jesús ilumina -a través del corazón- todo el universo. Ese estado no puede ser descrito por la palabra, pero es ya el prototipo de "Dios será todo en todos"... La aplicación práctica de la oración de Jesús ha llevado naturalmente a discusiones teológicas sobre el Nombre de Dios y su poder, sobre el sentido de la veneración del Nombre de Dios y sobre su fuerza activa. Esos problemas no han recibido todavía solución, teniendo fuerza de dogma para toda la Iglesia; no son, por otra parte, suficientemente tenidas en consideración por la literatura teológica. Por el momento, existen dos tendencias diferentes. Los unos (que se designan a sí mismos como "glorificadores del Nombre de Dios") son partidarios del realismo en la comprensión del sentido del nombre en general; ellos creen que el Nombre de Dios, invocado en la oración, contiene ya la presencia de Dios (Padre Juan de Cronstadt y otros). Otros prefieren un punto de vista más racionalista y más nominalista: el Nombre de Dios sería un medio humano, instrumental, para expresar el pensamiento y el movimiento del alma hacia Dios. Aquellos que practican la oración de Jesús, y los místicos en general, son partidarios de la primera opinión, lo mismo que ciertos teólogos; el segundo punto de vista es característico de la teología ortodoxa de escuela, que ha reflejado la influencia del racionalismo europeo." [6]



Y si bien es cierto que su invocación por sí sola no exime completamente del ascetismo, del trabajo interior, ni de las prácticas litúrgicas y sacramentales que caracterizan la participación activa en la vía cristiana, sí es posible afirmar que esta oración sostiene y alimenta interiormente toda la vida espiritual, y compensa los aspectos de la misma que por cuestiones diversas no puedan ser seguidos de manera habitual, haciéndola verdaderamente efectiva, porque en el "recuerdo de Dios", es decir, en la anamnesis asociada a la recitación de su Nombre, se encuentra consumada la totalidad de la Ley, pues, como claramente lo expresó Gregorio el Sinaíta:

"Por encima de los mandamientos, existe el mandamiento que involucra a todos: 'Acuérdate del Señor tu Dios en todo tiempo' (Deut. 8, 18). Es con respecto a ésto que los otros son violados y es por él que se los cumple. El olvido, en el origen destruyó el recuerdo de Dios, oscureció los mandamientos y mostró la desnudez del hombre." [7]

Si los Nombres divinos son innumerables, el Santo Nombre de Jesús los sintetiza a todos; es el símbolo vivo de lo infinito presente en todo lo finito, del Dios trascendente contenido íntimamente en el corazón de cada hombre; es la llave que nos abre a cada instante la puerta del Reino de los Cielos.



[1] Las adaptaciones a otros idiomas son sin embargo legítimas, puesto que la revelación cristiana tiene la particularidad de no descansar sobre una lengua sagrada específica.
[2] Ejemplos de estas prácticas son la recitación de las letanías de la Virgen y del Santo Nombre en la Iglesia de Roma o los akathistos en la Iglesia de Oriente.
[3] Cf. "Un monje de la Iglesia de Oriente" y Olivier Clement, "La oración del corazón" y Jean Hani, "Mitos, ritos y símbolos".
[4] Pico della Mirandola, "Conclusiones mágicas y cabalísticas".
[5] Sepher Yetsirah.
[6] "Un monje de la Iglesia de Oriente y Olivier Clement, "La oración del corazón".
[7] AA.VV., "La filocalia de la oración de Jesús".

martes, 24 de enero de 2012

La luz increada de la Transfiguración

"Y a causa de ese don de la gracia divina sobrenatural consistente en la infusión del aliento de vida, Adán podía ver y oír a Dios paseándose por el jardín y comprender sus palabras, así como la conversación de los ángeles y el lenguaje de todas las bestias de la tierra, las aves del cielo y los reptiles; todo lo que ahora está oculto para nosotros, pecadores, por la caída, todo eso era claro y comprensible para Adán antes de la caída."

San Serafín de Sarov


En el año 1330, arriba a Constantinopla un monje calabrés llamado Barlaam, miembro de la Iglesia Ortodoxa pero muy influenciado por ciertos aspectos desviados de la teología de occidente, la filosofía platónica y el humanismo que comenzaba a emerger en esta época en los ambientes intelectuales de su tierra natal. Su intención era conocer más de cerca los fundamentos de la tradición cristiana oriental, es decir, las bases espirituales de la propia Iglesia a la que pertenecía, de los que había tomado una cierta distancia a raíz de las corrientes culturales de las que estaba embebido. Se encontraba especialmente interesado en el apofatismo, en la llamada teología negativa cuyo desarrollo se remonta a las primeras épocas de la patrística griega, pero su enfoque estaba gravemente condicionado por las tendencias racionalistas propias de una formación filosófica deudora de la asimilación parcial y sesgada del pensamiento neoplatónico que se pretendía independiente de la enseñanza revelada. Consideraba en realidad una via negationis en la que la incognoscibilidad divina oscila peligrosamente entre el agnosticismo y el límite impuesto por la capacidad finita del conocimiento humano. Las respuestas a sus formulaciones llegaron inmediatamente de la mano de Gregorio Palamas, un joven monje del Monte Athos nacido en el seno de una familia noble originaria de Asia Menor, portavoz indiscutido de la tradición y años más tarde convertido en uno de los grandes santos venerados por la Iglesia de Oriente, quien afirmaba contundentemente la posibilidad de un conocimiento real y efectivo de Dios en la revelación que desciende eternamente hacia el mundo por la mediación de Su gracia.

Con intenciones de conocer de cerca el ambiente del que había surgido dicha respuesta, Barlaam tomó contacto con los monjes griegos que preservaban intacto el depósito espiritual de la tradición hesicasta que había llegado hasta ellos a través de una larga cadena de transmisión oral y escrita de las enseñanzas originadas en los primeros siglos de la era cristiana. Sin embargo, la ignorancia y los prejuicios que acompañaban su soberbia racionalista no le permitieron comprender la naturaleza ni los fundamentos auténticamente metafísicos de sus prácticas, en ocasiones acompañadas de precisas técnicas psicofísicas de control de la respiración, fijación de la mirada, concentración mental -que no presentan sino, como algunos maestros espirituales advierten, un carácter auxiliar en cuanto soportes externos que conducen a la contemplación interior- asociadas a la recitación incantatoria de la oración del corazón, y es por eso que los acusó de quietistas y de haber caído en la herejía mesaliana que pretendía conocer al Dios oculto, al Absoluto, a través de los sentidos carnales. Sostenía, por el contrario, en su estrecha concepción antropológica que todo el conocimiento posible debe ser atribuido a las facultades cognitivas naturales, por lo que el hombre está consecuentemente imposibilitado en condiciones normales de obtener un conocimiento efectivo de la realidad divina; por lo tanto, la práctica de la oración contemplativa debía apuntar a un retiro del intelecto, una escición respecto del cuerpo, acompañada por una mortificación de la parte pasiva del alma, para alcanzar en el éxtasis final, en una salida fuera de sí, la comunión imperfecta con un Dios que permanece siempre incognoscible, y todo lo que se pueda decir de Él no tiene más que un carácter meramente especulativo y simbólico. Estos ataques a la espiritualidad hesicasta suscitaron un encendido debate que tuvo nuevamente como principal protagonista a San Gregorio Palamas, quien refutaba los postulados anteriores apoyándose en la doctrina metafísica cristiana en la que se había formado, pues, lejos de despreciar el soporte corporal, que es necesariamente el punto de partida para toda realización posterior, y de buscar un estado extático cualquiera, enseña que los esfuerzos deben conducir a una concentración del intelecto dentro del cuerpo o, mejor dicho, dentro del hombre en su totalidad, porque es el cuerpo lo que hace al hombre "más a imagen de Dios" que los propios ángeles, pues el espíritu unido al cuerpo posee una energía vivificante con la que lo anima, así como, análogamente, la verdadera vida le es concedida a éste por el Espíritu divino. Como él mismo señala: "Nuestro cuerpo no tiene en sí mismo nada de malo; es bueno por naturaleza; sólo existe algo dañoso en él: el espíritu carnal, el cuerpo prostituido al pecado. El mal no viene de la carne sino de aquél que la habita. El mal no consiste en que el espíritu habite en el cuerpo sino más bien en que la ley opuesta a la ley del espíritu se ejercite en nuestros miembros. He aquí por qué nos rebelamos contra la ley del pecado y la expulsamos del cuerpo para introducir en él la autoridad del espíritu." [1] Pero, entiéndase bien, el "alma razonable", siendo inmaterial, no se la considera restringida y encerrada en el cuerpo: "En cuanto a nosotros, sabemos a ciencia cierta que nuestra alma razonable no está dentro de nuestro cuerpo como estaría en un recipiente -puesto que es incorporal- pero tampoco fuera -puesto que está unida al cuerpo-, sino que está en el corazón como en su órgano" [2], entendiendo aquí al corazón, como lo han hecho tradicionalmente los Padres, no sólo como órgano físico, sino principalmente como el centro ontológico de la individualidad humana y el punto de acceso a los estados superiores, lo cual tiene importantes conscuencias teóricas y prácticas que no desarrollaremos en esta ocasión, pero podemos intuir al menos que las acciones y reacciones de cada parte del cuerpo pueden estar dotadas, en un contexto adecuado, de un carácter legítimamente ritual.

En cuando a las posibilidades de un conocimiento progresivo y efectivo de Dios, el sabio athonita explica, inspirándose doctrinalmente en Gregorio de Nisa y en Dionisio el Areopagita, que debe establecerse una distinción entre la supraesencia inaccesible, incognoscible e incomunicable de Dios y las energías u operaciones divinas, que son fuerzas naturales e inseparables de la esencia, en las que lo divino se manifiesta teofánicamente; puede concluirse entonces que la Deidad, permaneciendo oculta en Sí misma, se da a conocer misteriosamente a las criaturas a través de sus energías increadas. Ésto chocaba directamente con la filosofía profana de Barlaam, según la cual, siendo Dios únicamente puro acto, no podía admitirse algo que sea Dios y al mismo tiempo diferente de su propia esencia, por lo que las energías en las que el Ser divino es participado deberían ser o bien el propio Dios, en cuanto acto, o bien productos exteriores, efectos creados y causados por la propia esencia, una gracia creada y naturalmente limitada, determinada en el orden mismo de la Creación, que impediría la debida articulación entre la finitud humana y el Infinito incognoscible. Pero las energías no son una presencia operativa de la causa divina, no son producidas de la nada como las criaturas; son los desbordamientos eternos que fluyen desde la supraesencia de la Trinidad trascendiendo su propia trascendencia; Dios no está aminorado en ellas, sino que se encuentra totalmente presente en cada rayo que participa de su inefable divinidad. Las energías, las gracias increadas, son los Nombres por los que el Inmanifestado se revela a nosotros, comunicándose por el Hijo en el Espíritu. En palabras del teólogo ruso Vladimir Lossky: "Las energías revelan los nombres innumerables de Dios, según la enseñanza del Areopagita: Sabiduría, Vida, Poder, Justicia, Amor, Ser, Dios, y una infinidad de otros nombres que permanecen desconocidos para nosotros, pues el mundo no puede contener la plenitud de la manifestación divina que se revela en las energías, de igual modo que no podría contener los libros, si se escribiera cuanto había hecho Jesús, en palabras de san Juan (21, 25). Al ser los nombres divinos innumerables, como las energías, la naturaleza que revelan permanece anónima, incognoscible; tiniebla oculta por la profusión de la luz." [3] Son los atributos de Dios, pero comprendidos como donaciones dinámicas y concretas de lo divino, y no como los conceptos formulados racionalmente por una teología abstracta y especulativa.

Ahora bien, desde esta perspectiva, la simplicidad divina es antinónica y no podría fundarse en el concepto de una "esencia simple", es decir que su naturaleza esencial -aunque aquí ya no sea del todo adecuado hablar de "naturaleza" en el sentido que comúnmente se le da a este término- no es inaccesible sólo porque lo simple escapa a nuestro modo de conocer ligado a lo múltiple, sino que Su incognoscibilidad es más absoluta, más radical, y sobrepasa la esfera del Ser; por eso el Areopagita prefiere hablar no ya de la Unidad, sino de la Trinidad, un nombre "más sublime" que no excluye la distinción pero tampoco admite separación ni división en lo Divino, porque la Trinidad no es lo Uno ni lo múltiple, sino que sobrepasa toda antinomia concebible. Como diría Nicolás de Cusa, ese incomparable faro de occidente que tanto en común tiene con los orientales:

"A aquel principio no le conviene ni el nombre de la unidad, ni el de la singularidad, ni el de la pluralidad o el de la multiplicidad, ni cualquier otro nombre nombrable o inteligible por nosotros, ya que allí el ser y el no ser no se contradicen" [4]


Siendo el Padre, que no es conocible sino a través del Hijo, la fuente única de la Divinidad de la que procede el Espíritu y de la que el Verbo es engendrado, la naturaleza divina y las Personas son establecidas simultáneamente sin que exista precedencia lógica ni ontológica entre ellas, pero sin que haya por otro lado, una confusión entre el Absoluto y el Dios personal nacido eternamente en el seno de su oscuridad luminosa; distinción salvada precisamente por el apofatismo. Y es esa generación eterna de la Persona divina el arquetipo ejemplar de la elevación del hombre a su genuina personalidad espiritual, pues estrictamente podemos decir, siguiendo a Paul Evdokímov, que sólo en Dios existe la Persona y sólo Él personaliza a toda persona humana situándola en su verdad, en su arquetipo eterno:

"La persona se hace transcendiéndose hacia Dios. A este nivel, la persona en cuanto hipóstasis no nos pertenece en propiedad: la recibimos en la comunión con Dios; está 'identidada por la gracia', según la expresión de san Máximo. La Hipóstasis del Verbo es el lugar de la unión de lo divino y de lo humano. La 'persona' de todo ser humano se hace 'hipóstasis', cuando también y a imagen de Cristo es el lugar de la comunión entre Dios y el hombre, cuando 'enhipostasía' la existencia teándrica 'divino-humana'. 'El hombre, decía san Basilio, es una criatura que ha recibido la orden de hacerse dios'; lo que significa hacerse hipóstasis de su ser deificado. Según san Máximo, la persona está llamada 'a unir por el amor la naturaleza creada con la naturaleza increada' (las energías deificantes)."[5]

Pero el hombre es capaz de alcanzar este grado de realización espiritual, la suprema theosis que lo convierte en dios por participación, porque además de estar creado a imagen y semejanza de Dios, conteniendo potencialmente en sí mismo los Cielos y la Tierra, en su estado primordial recibió la energía increada del Espíritu, esto es, el soplo del Padre sobre el rostro de Adán que le infunde el "espíritu de vida" y lo hace partícipe de la gloria y el esplendor divinos; la caída edénica presupone una perturbación en la constitución de la naturaleza humana y la consecuente pérdida de este don, lo que equivale a una muerte espiritual; pero éste será recuperado, desde el punto de vista cristiano, por la actualización del influjo espiritual transmitido virtualmente por la gracia bautismal. Y en este ascenso espiritual, el hesicasta participará progresivamente, cada vez con mayor plenitud, en la llama deificante del Espíritu que desciende directamente hacia él desde el trono invisible del "Padre de las luces", pero sin que la corporalidad se vuelva un obstáculo, pues el cuerpo en su trabajo ascético y ritualístico deberá ser purificado y espiritualizado obteniendo interiormente las facultades espirituales que le permiten al sujeto contemplar objetivamente, identificándose a su vez con el objeto de la visión, la manifestación epifánica de las luces eternas en una experiencia que desborda la separación entre lo inteligible y lo sensible, convirtiéndose él mismo en luz; San Gregorio Palamas afirmará que "si el cuerpo debe tomar parte con el alma en los bienes inefables del siglo futuro, es cierto que debe participar de ellos, en la medida de lo posible, desde ahora... Porque también el cuerpo tiene la experiencia de las cosas divinas cuando las fuerzas pasionales del alma se encuentran no muertas, sino transformadas y santificadas." [6] Ésta es la luz que resplandece en el "día octavo", el anticipo de la Parusía, el fulgor del Rostro luminoso de Dios; es la misma luz divina, increada y eterna, que contemplaron con sus ojos de fuego los discípulos de Cristo en el Monte Tabor; éste es el misterio de la Transfiguración.






Referencias:

[1] AA.VV., "La Filocalia de la oración de Jesús", ed. Lumen, 1º ed., 1979, Buenos Aires, Argentina.
[2] Ibídem.
[3] Vladimir Lossky, "Teología mística de la Iglesia de Oriente, ed. Herder, 1º ed., 2009, Barcelona, España.
[4] Nicolás de Cusa, "Diálogos del Idiota", ed. EUNSA, 1º ed., 2001, Pamplona, España.
[5] Paul Evdokímov, "El conocimiento de Dios en la tradición oriental", Ediciones Paulinas, 1º ed., 1969, Madrid, España.
[6] Vladimir Lossky, op. cit.