LUZ TABÓRICA

Luz Tabórica
"No hay más que una sola y misma luz divina: la del Tabor, la contemplada por las almas purificadas desde ahora, la de la parusía y los bienes futuros."

San Gregorio Palamas


lunes, 20 de febrero de 2012

La oración interior

"Así como es imposible que aquel que mira fijamente el Sol no reciba un esplendor más vivo a los ojos, del mismo modo el que siempre se dirige al cielo del corazón no puede dejar de ser iluminado."

Hesiquio de Batos.


Cuando hablamos de la práctica de la oración del corazón, una pregunta que cabría formular es si se trata o no de lo que habitualmente es designado como "plegaria", entendida esta palabra en su sentido etimológico de "petición", "ruego" o "súplica", sea de una gracia o consolación del tipo que fuere, hacia algo que es considerado como exterior al individuo que la pronuncia. Si atendemos a su forma externa, "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador", la respuesta debería ser incontestablemente afirmativa, y en efecto lo es, siempre y cuando no perdamos de vista que existen diferentes niveles jerárquicos de participación y de comprensión en la vía espiritual que dependederán del nivel de realización alcanzado por el individuo y de sus aspiraciones internas, siendo cada uno de estos grados perfectamente legítimo en su respectivo dominio. Así, desde un punto de vista puramente exterior, lo que el fiel en todo su derecho está pidiendo por mediación de Cristo es un descenso de la Misericordia divina para obtener la salvación, pero también es cierto que quienes logran profundizar y avanzar más efectivamente por esta práctica lo que buscan en realidad es una identificación e interiorización que derribe la barrera de separación ilusoria entre lo humano y lo divino. Es por eso que quienes se encuentran en estados espirituales más elevados prefieren ir acortando progresivamente la frase de la oración hasta desembocar finalmente en la simple invocación del Nombre de Jesús -la oración monológica- como paso previo al absoluto silencio de la hesichya. Porque, como diría San Serafín de Sarov, "el alma habla durante la oración, pero cuando desciende el Espíritu Santo, debemos permanecer totalmente en silencio" [1], pues alcanzado el silencio y la quietud perfecta el hombre está en conformidad con lo no manifestado, con el Principio Supremo que permanece eternamente por encima y más allá de todo Nombre.

Ahora bien, lo repetimos una vez más, sin haber alcanzado la completa theosis, el hombre puede sin embargo desde ahora entrar en una comunicación efectiva con los estados superiores e incluso con el Principio Supremo, que será más o menos completa en virtud de los estados de realización alcanzados, a través de la invocación del Santo Nombre de Jesús, ese Nombre que, como explícabamos anteriormente, reúne y sintetiza todos los Atributos divinos en Sí mismo.

Pero, por esa misma interiorización ligada a la concentración de las facultades intelectuales y, por añadidura, de todos los elementos constitutivos del ser, en la invocación incesante del Nombre divino, aquí ya no podríamos hablar de una "plegaria" en un sentido estricto, sino que estaríamos ante lo que se ha convenido en llamar "incantación" o "encantamiento", que, de acuerdo a la definición aportada por Guénon, "no es una petición, y ni siquiera supone la existencia de alguna cosa exterior (lo que toda petición supone forzosamente), porque la exterioridad no puede comprenderse más que en relación al individuo, que precisamente se trata de rebasar aquí; el encantamiento es una aspiración del ser hacia lo Universal, a fin de obtener lo que podríamos llamar, en un lenguaje de apariencia algo «teológico», una gracia espiritual (...). Aquí, la acción de la influencia espiritual, debe ser considerada en el estado puro, si se puede expresar así; el ser, en lugar de buscar hacerla descender sobre él como lo hace en el caso de la plegaria, tiende al contrario a elevarse él mismo hacia ella." [2]

Esta orientación hacia lo Universal en el ser que se enhipostasía para convertirse en el lugar de conjunción entre lo divino y lo humano encarnando el Verbo en sí mismo, es expresada en estas sencillas palabras por el autor anónimo que firmaba sus escritos como "un monje de la Iglesia de Oriente":

"El nombre de Jesús es más que un misterio de salvación, más que un socorro en las necesidades, más que un perdón después del pecado. Es un medio por cual podemos aplicar a nosotros mismos el misterio de la Encarnación. Más allá de la presencia, él otorga la unión. Pronunciando el nombre, entronizamos a Jesús en nuestros corazones, revestimos a Cristo, ofrecemos nuestra carne a la Palabra para que la asuma en su Cuerpo místico, hacemos desbordar hasta en nuestros miembros sometidos a la ley del pecado la realidad interior y la fuerza de la palabra: Jesús." [3]


Teófano el Recluso, por su parte, en este interesante pasaje deja perfectamente en claro que aquello a lo que el hombre tiende en primer lugar por la práctica constante de la oración interior, aun sin haber actualizado plenamente sus potencialidades, no podría ser sino una purificación e iluminación interior que brota como un fuego desde el propio corazón, que es el centro mismo del ser individual y la morada del Espíritu:

"La verdadera oración, exenta de ilusión, es una oración en la cual el calor espiritual, unido al nombre de Jesús, pone el fuego en las profundidades del corazón y consume las pasiones como si fueran malas hierbas. Esta oración trae al alma el bienestar y la paz; no viene de la derecha ni de la izquierda, ni tampoco de lo alto, sino que brota en el corazón como una fuente de agua del Espíritu vivificador. Es esta clase de oración, y esta sola, la que debéis amar y tratar de conservar en el corazón, cuidando vuestro intelecto de la imaginación. No temáis nada cuando la poseéis, pues aquél que dijo: '¡Tranquilizáos, soy yo, no tengáis miedo!' (Mat. 14, 27), estará en vuestro interior." [4]


Si puede afirmarse en este caso, tal como señala el texto que hemos citado hace un momento, que el ser tiende a elevarse él mismo hacia la energía deificante de la gracia en lugar de hacer que ésta simplemente descienda, es porque el camino a seguir no es estrictamente hablando una "imitatio Christi" en un sentido literal, lo que supondría aun una cierta alteridad irreductible con el ejemplar celeste que busca ser emulado, pues la vía seguida por Jesús, considerando la doble naturaleza y su función redentora, es una realización descendente, mientras que el hombre, en condiciones normales, habrá de seguir por el contrario, apoyándose ineludiblemente en el trabajo interior, un camino de ascenso que tendrá como objetivo último alcanzar "la estatura perfecta de Cristo", según las palabras de San Pablo (Efesios 4: 13), que no es otra cosa que la plena realización en sí mismo del Hombre Universal -o del Adán Cósmico, para utilizar un término patrístico. Sin embargo, decirlo de este modo, si nos atenemos a las enseñanzas de los Padres, no es del todo suficiente, y es necesario, por tanto, hacer una breve precisión a fin de evitar cualquier malentendido.

Si bien es cierto que no se trata de esperar pasivamente el descenso de la gracia, ni de que para ello la libertad individual deba ser doblegada por una fuerza externa, tampoco puede decirse que la energía divina pueda ser obtenida como resultado lógico de un esfuerzo voluntarista, lo que nos conduciría a una suerte de pelagianismo, pues el hombre, en tanto no haya trascendido su condición individual no tiene poder alguno para decidir, como en una fantasía prometeica, sobre algo que rebasa infinitamente sus posibilidades actuales de comprensión. Paul Evdokímov lo resume de esta manera: "La parte del hombre, su participación en la obra de su salvación tendrá siempre su lado antinómico. Por una parte, 'si Dios mirara los méritos, nadie entraría en el reino', dice Marcos el Ermitaño; y, por otra parte, según el adagio patrístico: 'Dios lo puede todo, menos coaccionar al hombre para que le ame'." [5] Entramos aquí en la delicada cuestión de la sinergia entre la gracia y la voluntad, un tema ciertamente fundamental sobre el que esperamos volver en otro momento.

Por ahora, bástenos decir que si la actitud activa del hombre no es en absoluto suficiente por sí misma para la realización interior, es no obstante necesaria en vistas a cualquier progreso espiritual que se pretenda alcanzar, porque de lo que se trata en definitiva es de un concurso de dos voluntades, es decir, de la Voluntad divina que confiere la energía deificante por las llamas del Espíritu Santo y de la voluntad humana que buscará conformarse progresivamente a ésta sometiéndose -libremente- a la Ley divina inscrita en su corazón, esperando obtener la gracia como un don libre del Padre celestial en esta mutua colaboración sinérgica y no como el fruto merecido por sus determinaciones individuales. En el límite, cuando la voluntad humana coincide perfectamente con la Voluntad divina, el hombre se convierte en un teúrgo, en un instrumento consciente de la realidad divina, y a través de sus acciones puede actualizar eficazmente el movimiento del influjo espiritual; es hacia esa conformidad precisamente hacia la que conducen las prácticas rituales.

Por lo tanto, todo ascenso espiritual del hombre es concomitante con una donación simultánea de la gracia, y ya no podría hablarse propiamente de un "descenso", pues las energías increadas de la Divinidad se desbordan constantemente en este mundo y son participadas desde siempre, en una indefinida diversidad de grados, como algo inherente a la propia naturaleza del hombre; lo que se busca más bien es "actualizar" Aquello que, parafraseando a San Agustín, es "interior a nuestra más honda interioridad". Por eso los Padres népticos hablan técnicamente de un "recuerdo de Dios" indisociable de la oración de Jesús, porque lo que se trae a la presencia y se actualiza interiormente tras la purificación del corazón no es algo ajeno a nosotros ni se superpone al intelecto como un agregado exterior; es el Logos eterno, la Vida divina que arde y resplandece íntimamente como la "Luz de los hombres".

Para finalizar, dejamos al lector con estas inspiradas palabras de San Máximo el Confesor:

"Aquél que haya vuelto puro su corazón conocerá, no solamente las razones de los seres inferiores a Dios sino que atraerá también, en una cierta medida, al mismo Dios y, cuando haya franqueado la sucesión de todos los seres alcanzará la cumbre suprema de la felicidad. Dios, manifestándose en ese corazón se dignará grabar allí sus propias leyes por medio del Espíritu, como sobre nuevas tablas mosaicas. Esto en la medida en que el corazón haya progresado en la acción y la contemplación, según la intención mística del precepto: 'Creced' (Gén., 35, 11).

Se puede llamar corazón puro a aquél que no tienen ningún movimiento natural hacia ninguna cosa, de cualquier tipo que sea. Sobre esta tabla perfectamente alisada por una absoluta simplicidad, Dios se manifiesta e inscribe sus propias leyes.

Es un corazón puro el que presenta a Dios una memoria sin especies ni formas, dispuesta únicamente a recibir los caracteres por los que Dios acostumbra a manifestarse.

El espíritu de Cristo que reciben los santos según las palabras: 'nosotros poseemos el pensamiento de Cristo' (I Cor., 2, 16), no viene a nosotros mediante la privación de nuestro poder intelectual, ni como un complemento de nuestro intelecto, ni bajo la forma de un agregado sustancial a nuestro intelecto. No. Él hace brillar el poder de nuestro intelecto en su propia cualidad y lo conduce a su propio acto. Yo llamo, 'tener el espíritu de Cristo', a pensar según Cristo y pensar a Cristo en todas las cosas." [6]










[1] San Serafín de Sarov, "Conversaciones con Motovilov".
[2] René Guénon, "Apercepciones sobre la iniciación".
[3] "Un monje de la Iglesia de Oriente y Olivier Clement, "La oración del corazón".
[4] Teófano el Recluso, "Consejos a los ascetas".
[5] Paul Evdokímov, "El conocimiento de Dios en la tradición oriental".
[6] AA. VV. "La Filocalia de la oración de Jesús".

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