LUZ TABÓRICA

Luz Tabórica
"No hay más que una sola y misma luz divina: la del Tabor, la contemplada por las almas purificadas desde ahora, la de la parusía y los bienes futuros."

San Gregorio Palamas


martes, 10 de noviembre de 2015

San Máximo el Confesor: todo y nada de todo

Este texto, que forma parte de una de las obras más importantes de san Máximo el Confesor, nos presenta de modo sintético una de sus grandes intuiciones metafísicas. Aunque pueda resultar chocante para la lógica ordinaria y parezca ir en contra de ciertas elaboraciones filosóficas heredadas por el pensamiento occidental, en lugar de postular que la multiplicidad y la diferencia son el resultado de un distanciamiento del Uno, y de considerar que la singularidad entre los seres corpóreos debe estar supeditada a la materia, nuestro autor las proyecta hacia arriba, es decir, las eleva hasta el rango de la actividad divina.

Los logoi de los seres, que no son las esencias propiamente dichas, sino las razones de éstas, es decir, las posibilidades esenciales inmanifestadas contenidas en el Logos divino a partir de las cuales los seres se manifestan en el cosmos en un contexto espacio-temporal apropiado para su actualización, son la causa de la diversidad en todos los niveles de existencia, y no se trata meramente de una distinción entre universales, pues también se admite la presencia de logoi particulares que definen la realidad interior de cada ser individual.

Por otro lado, el texto también es importante porque, precediendo en varios siglos los desarrollos de san Gregorio Palamas, enuncia formalmente la relación entre los logoi y las energías divinas e increadas que permean y sostienen la totalidad del universo manifestado sin confundirse entre sí. Aquí la "simplicidad", en vez de ser entendida como una definición absoluta de la realidad divina, es uno de los innumerables logoi, o energías (también identificadas con los Nombres y Atributos divinos), que "rodean" a la esencia inescrutable.

Pero, como advierte san Máximo, este conocimiento que supone la superación de toda antinomia entre la Unidad y la multiplicidad, no puede ser alcanzado por la "indagación científica", esto es, a través del razonamiento discursivo, ni puede ser expresado satisfactoriamente por una simple construcción especulativa, sino que debe ser el fruto de una auténtica experiencia espiritual, propia de aquellos que han alcanzado la perfección de la vía contemplativa y se elevan incognosciblemente hacia los secretos de la verdadera teología.


Ambiguum 22

 Del mismo Discurso Teológico de san Gregorio:

Pero, con respecto al discurso sobre Dios, cuanto más perfecto, más difícil se vuelve abordarlo, ya que tiene más percepciones y soluciones más arduas. [1]

Si las cosas creadas son muchas, entonces, en verdad deben ser diferentes, precisamente debido a que son muchas. Porque es imposible que muchas cosas no deban ser también diferentes. Y si las muchas son diferentes, debe entenderse que sus logoi, de acuerdo a los cuales ellas existen esencialmente, son también diferentes, ya que es en éstos, o más bien debido a estos logoi, que las cosas diferentes difieren entre sí. Porque las cosas diferentes no podrían ser diferentes la una de la otra si sus logoi, de acuerdo a los cuales ellas se manifiestan, no admitieran ellos mismos la diferencia. Así, pues, tal como cuando los sentidos aprehenden los objetos materiales de una manera natural, al recibirlos, deben reconocer necesariamente que las percepciones de estos objetos (que subyacen y son susceptibles de ser comprendidos) son muchas y diversas-, del mismo modo, cuando el intelecto naturalemente aprehende todos los logoi en los seres y contempla dentro de ellos las energías infinitas de Dios, reconoce las diferencias de las energías divinas, percibe que son múltiples y -para expresarlo adecuadamente- infinitas. Entonces, con respecto a la indagación científica dentro de lo que es realmente verdadero, el intelecto -por razones que uno puede fácilmente apreciar- encontrará que la fuerza de tal indagación es ineficaz y su método inútil, ya que no le provee al intelecto ningún medio para entender cómo Dios -que no es realmente ninguna de las cosas que existen, y que, hablando con propiedad, es todas las cosas y al mismo tiempo está más allá de todas ellas- está presente en el logos de cada cosa [2], y en todos los logoi juntos, según los cuales todas las cosas existen.

Si, por lo tanto, de acuerdo con la verdadera enseñanza, cada energía divina indica a través de sí misma la totalidad de Dios, indivisiblemente presente en cada cosa particular, según el logos a través del cual esa cosa existe en su propio modo, ¿quién, me pregunto, es capaz de entender y decir con precisión cómo Dios es el todo en todas las cosas a la vez, y en cada ser particular, sin separación o sin estar sujeto a división, y sin expandirse desigualmente en las infinitas diferencias de los seres en los que Él existe como Ser, o sin contraerse en la existencia particular de cada uno, o sin contraer conjuntamente ni fundir todas las diferencias de estos seres en una totalidad simple, sino que, por el contrario, es verdaderamente todo en todas las cosas, sin salir nunca de Su indivisible simplicidad? Bien hizo el maestro al decir que las "percepciones" relativas al principio de la divinidad son muchas, a partir de las cuales se nos ha enseñado sólo que Dios existe, y que las "soluciones son arduas", por las que aprendemos lo que Dios no es. Así que hay que ponerle fin a esa curiosidad inútil y dañina de parte de aquellos que piensan que pueden comprender a la Deidad por medio de las vacuas construcciones de la mente, con las que son incapaces de entender incluso a la criatura más baja desde el punto de vista del logos de su ser y existencia.

Notas:

[1] Gregorio el Teólogo, Or. 28.21 (SC 250:142, ll. 8-10)
[2] El texto griego de Eriúgena parece decir: "-es Uno en el logos de cada cosa..."


martes, 8 de septiembre de 2015

Calixto Catafugiota: La Forma secreta del Uno ultramundano


Como enseña la tradición, Dios puede ser conocido en el movimiento del nous que se eleva gradualmente a través de la contemplación de los Nombres y Atributos divinos al ser iluminado y transformado por el despliegue incesante de las Energías increadas, pero permanece siempre absolutamente incognoscible en su Esencia, en su misterio inescrutable. Sin embargo, tras haber alcanzado los grados más sublimes de la vía contemplativa el hombre aún puede acceder, mediante la gracia, a un estado que trasciende todos los modos de conocimiento, es decir, a la teología mística, al conocer de modo incognoscible al que está por encima de todo conocimiento. Pero no debemos pensar que este no-conocimiento, esta agnosia suprema, consiste únicamente en el mero reconocimiento de la impotencia de las propias capacidades intelectivas frente a la Tiniebla divina y en la imposibilidad de conocer algo más. Por el contrario, esto supone la trascendencia de los límites naturales y la unión inefable que supera toda gnosis en la oscuridad supraluminosa del silencio místico.

Por supuesto, no pretendemos darle una expresión racional ni, mucho menos, entender plenamente en qué consiste un grado de realización que se encuentra infinitamente lejos de nuestras posibilidades de comprensión actuales, pero esto no nos debería impedir tomar las palabras de los sabios que han degustado los frutos de la deificación como un punto de apoyo teórico para nuestra orientación interior.

Podemos afirmar, ciertamente, que la Esencia en su absolutidad permanece como un misterio en la fase primigenia que antecede ontológicamente a toda manifestación. En este sentido, Toshihiko Izutsu, hablando sobre la metafísica del esoterismo islámico, explica que "lo Absoluto en este plano es el Uno (al-ahad). La palabra 'uno', en este contexto en particular, no se refiere al 'uno' como conjunto de 'muchos'. Tampoco es el 'uno' opuesto a 'muchos'. Indica la simplicidad esencial primordial y absolutamente incondicional del Ser en que el concepto de oposición carece de sentido.

La fase de Unidad es eterna quietud. No se observa en ella ni el más ligero movimiento. La manifestación de lo Absoluto no acontece todavía. En realidad, no se puede hablar siquiera negativamente de manifestación de lo Absoluto, excepto cuando volvemos a esta fase desde las fases posteriores del Ser." [1]

Ahora bien, aunque en dicho estado no puede haber manifestación, y no hay, por consiguiente, nada que pueda ser conocido, el Absoluto está por encima de toda afirmación y negación, de toda relación y alteridad, y se revela mientras permanece oculto sin disminuirse a Sí mismo. El célebre adagio patrístico, "Dios se ha hecho hombre para que el hombre se convierta en Dios", puede interpretarse, en el grado más elevado de la experiencia unitiva y sin perjuicio de su significado directo en relación a la economía salvífica, como la superación del apofatismo en la paradójica certeza de que Dios trasciende su propia trascendencia para revelarse al hombre que ha aniquilado su aniquilación, es decir, que le ha dado muerte a la muerte para renacer como hombre nuevo, convirtiéndose él mismo en símbolo de lo divino al manifestar en su propia forma la Forma de las formas, el rostro secreto del Uno ultramundano. 

La Esencia divina en el abismo innominable de su absolutidad, tal como es en Sí, seguirá siendo siempre incógnita e incomprensible, pero puede llegar a ser conocida misteriosamente en la fase de la Unidad, es decir, a punto de manifestarse en las formas eidéticas. El secreto del Uno, como diría san Máximo el Confesor, “se manifiesta en forma de Dios, la (forma) que era antes que el mundo fuera.” [2]

.·.

Calixto Catafugiota es un autor bizantino del que prácticamente no se posee dato biográfico alguno, aunque se ha sugerido que podría tratarse, ni más ni menos, que de Calixto Xanthopoulos, Patriarca de Constantinopla y autor de importantes obras de espiritualidad del siglo XIV. Sin embargo, autores modernos como Basilio Tatakis señalan que habría vivido hacia finales del siglo XII. Sea como fuere, sólo se han conservado de este autor noventa y dos capítulos sobre la unión divina y la vida contemplativa en los que se hace patente la influencia de Dionisio el Areopagita, san Basilio de Cesárea, san Máximo el Confesor y Pedro Damasceno. Compartimos a continuación algunos pasajes deslumbrantes de su obra sobre el tema que aquí nos ocupa:



"Dado que la conjunción espiritual entre Dios y el intelecto se produce más allá de la comprensión, se dice que este último está más allá de la propia naturaleza cuando, mediante la percepción intelectual, se representa en forma absoluta el secreto del Uno sobrenatural. Eso corresponde a su naturaleza purificada por la gracia. En efecto, para el intelecto, entender significa lo mismo que la visión para el ojo. Quien mira en la tiniebla no ve nada, pero advierte la unidad de ésta y sabe que no ve; si tuviera los ojos cerrados por completo, tal vez podría creer muchas cosas, por ejemplo, que hay luz alrededor de él, pero al mirar, advierte claramente que no ve. Penetrar la tiniebla mediante la facultad visual y pretender conocer cosas escondidas sobrepasa la naturaleza del ojo, pero el hecho de comprobar que no ve no la sobrepasa, por el contrario, es una propiedad más de su facultad. Evidentemente, lo mismo sucede con el intelecto, una vez que ascendió al sector secreto de la divinidad y llegó más allá del entendimiento, no contempla nada. Sin embargo, percibe que no ve y advierte que eso que escapa a su visión es uno, está como escondido en la tiniebla, y de Él proviene toda cosa existente, visible o inteligible, ya sea que se la cuente entre las cosas creadas o sea eterna o increada. Si no viera en absoluto, no se percibiría a sí mismo tendiente más allá de sí. En cambio, ve lo suficiente como para saber que no puede contemplar porque está más allá de la contemplación y, además, porque el objeto de su contemplación le resulta inaccesible: penetrar en el interior de la divinidad, desvelar el secreto que trasciende el intelecto y contemplarlo, excede la naturaleza de éste. Pero mirar la divina tiniebla de ese secreto y representarse la inefable Hénada que habita más allá de todo es un misterio indecible; precisamente, percibir que nada contempla en el interior de esa tiniebla divina, es algo propio del intelecto puro que contempla en Espíritu. Por consiguiente, cuando el intelecto advierte que no contempla el secreto de lo divino, no cierra ni anula la mirada espiritual; hacer eso sería indicio de ignorancia. Cuanto más claramente contempla más asciende hacia aquello que lo sobrepasa y más claramente advierte la propia impotencia para ver, mientras se orienta hacia lo secreto del Uno simple y ve muy claramente que es Uno aquel de lo que todo proviene y que ese Uno es secreto. Por supuesto que no puede contemplar la naturaleza intrínseca de ese Uno.

De ahí que, en relación con el simplísimo secreto de lo divino, el intelecto trascienda necesariamente la propia naturaleza, si bien para lograrlo se tiene que haber hecho puro. Se podría decir que es acorde con la naturaleza del intelecto el estar en aquello que sobrepasa su naturaleza, sin ojos, de manera inconcebible, tendiendo hacia el divino, simplísimo secreto de Dios, que lo sobrepasa. En ese momento él no posee absolutamente ninguna comprensión cognoscitiva, excepto la de ese Uno indivisible. Ha llegado allí por medio del movimiento que le es propio y ha finalizado en la quietud y el descanso. No me refiero aquí a la quietud de la contemplación, porque esa condición sería insensata, sino a la quietud y el reposo intelectual discursivo, el que corresponde pasar de un concepto o argumento a otro concepto o argumento. El intelecto que asciende hasta allí, cae en lo infinito e indeterminado, se encuentra con la incomprensibilidad de ese secreto divino e incomprensible, se humilla y, por decirlo así, se detiene, sin experimentar otra cosa que estupor en el resplandor intelectual. Todavía sin ninguna mutación es agitado por la iluminación intelectual y se orienta, inmóvil como está, hacia el secreto suprasubstancial, permanece unitario y extraviado frente al interior inaccesible de ese esplendor indivisible y recibe la belleza que proviene de Él."

"Para el intelecto es natural entender; pero el entender se ejerce en el movimiento y en el cambio. Sin embargo, cuando el intelecto está en Dios se encuentra por encima de la intelección y del movimiento, luego se puede decir, con toda justicia, que el intelecto que se representa a Dios en forma absoluta está por encima de la propia naturaleza. Es evidente que todo concepto proviene de un objeto, pero donde no se contempla ningún objeto, no nace ni se encuentra ningún concepto. Por lo tanto, al no poder ser visto realmente, Dios suele impresionar el intelecto con lo que está en torno a él, es decir, con las realidades con las que opera, las cuales tienen un lugar privilegiado que procede de quien tiene el poder. Ahora bien, el intelecto está acostumbrado a contemplar, en todas las otras realidades, la conjunción de las potencias y el poder, y busca experimentar lo mismo respecto de Dios. Pero, obviamente, no puede hacerlo, dado que ello sobrepasa la naturaleza de todo intelecto creado; contempla, entonces lo que está en torno a Dios y se lo representa sin verlo, es decir, con una simple noción de conjunto. Aferrándose a un aura silenciosa, llega a participar de la divina benevolencia y, gracias a la acción del Espíritu divino, de pensar en forma continua es arrebatado a un estado sin forma, sin cualidad, simple que penetra en el corazón con gran rapidez, por la potencia del Espíritu sobrenatural. Permanece en la representación de Dios sin entender nada, es más, permanece habiendo sobrepasado toda comprensión, porque de entender lo que está en torno a Dios, asciende a la divina representación, como se ha dicho, y se vuelve simple. Se dice, pues, que el intelecto finaliza más allá de la propia naturaleza en la medida en que termina ubicándose más allá de toda comprensión.

Cualquier realidad que se denomine secreta, necesariamente debe tener algo manifiesto que la sustente y permita suponerla. Si no fuese así, ella se parecería, más bien, a un no ser, porque lo que no ofrece absolutamente ninguna manifestación reconocible de existencia, puede ser considerado como algo que no existe en absoluto. En consecuencia, incluso la parte secreta de Dios tiene unido algo que, de algún modo, se hace manifiesto; siguiendo eso como una huella, el intelecto recibe la percepción de esa condición secreta de lo divino a través de lo que resulta comprensible en Dios, y a partir de allí, asciende a lo incomprensible. Una vez que ha llegado a ese límite, comprende que se trata de algo que escapa a su capacidad natural de entendimiento, algo que se coloca por encima de cualquier capacidad intelectual de comprensión, incluso la angélica, en cuanto es sobrenatural. No obstante advierte que eso es causa, principio y fin de toda naturaleza, esencia y existencia, que se trata de algo sobrenatural y suprasubstancial; también comprende que al ser increado, sin principio, indeterminado, imposible de circunscribir a una naturaleza particular, un lugar determinado o un tiempo específico, eso trasciende infinitamente toda realidad. En efecto, se trata del Uno secreto que sobrepasa al intelecto."


"Los contemplativos dirigen su mirada a Dios uniformemente uno en la forma sin forma y más que sobrenatural, en la belleza inmaterial y sin composición, en la simplicidad; lo contemplan en acto de iluminar todo intelecto con luminosa belleza, cual si se tratara de rayos; felicidad indecible e inexpresable; fuente generosa de bienes y belleza que fluye perpetuamente; tesoro rebosante de gloria inagotable que colma los intelectos sin ojos de suma delicia, regocijo y deleite; alegría pura que, en un perpetuo fluir, procede místicamente de esa Hénada divina y sobrenatural que sobrepasa todo en impenetrable secreto. Ven también cuán inescrutable e infinito es el piélago que fluye de esa bondad inefable, de ese amor inexplicable y esa providencia inconcebible, en infinita potencia e inefable sabiduría; ven cosas que son incomprensibles incluso para los ángeles y los mismos serafines en cuanto exceden todo intelecto. Se detienen, así, en las realidades del siglo presente, recogidas en nosotros por razones casi indecibles, reconstruidas, regeneradas y perfeccionadas conforme al siglo futuro; cosas que vuelven estático incluso al intelecto de los querubines, que piensan esto de manera confusa.

¡Oh, bondad y consejo de Dios, amor, benevolencia, potencia, sabiduría y divina providencia! En verdad, 'bienaventurados aquellos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos pecados han sido cubiertos', ¡y bienaventurado el hombre que el Señor educa e instruye con su ley y el Espíritu!"


"Indudablemente, entre todos los seres que existen y son pensados, Dios es la más excelsa belleza y bondad; por su parte, entre todos los seres visibles, el hombre es -según la naturaleza- incomparablemente superior a cualquiera de ellos; mientras, en lo que atañe a la gracia, pertenece a un rango mucho más elevado que el de los ángeles. En efecto, es sabido que al aproximarse a lo que está más allá del pensamiento sin la necesaria experiencia de una abundante gracia iluminadora, el intelecto contemplativo permanece asombrado en medio de las realidades existentes entre Dios y los hombres. Sin embargo, una vez que, mediante la potencia espiritual activa en el corazón, asciende a la suprema belleza y bondad, a Dios, y entra en Él por medio de un don todavía más divino, ve en modo unitario y se asombra, y habita en el silencio de ese abismo que sobrepasa al intelecto. Se podría decir que ésa es la verdadera prueba del primer descanso sabático, del cual el descanso de Dios, luego de la creación de los seres, es arquetipo, y de otro descanso sabático -del cual es verdadero ejemplo el dejado al pueblo de Dios- según el cual el intelecto goza manifestamente de un descanso superior y de otro género, después que se ha vuelto de Dios hacia sí mismo y se ha reconocido como imagen del arquetipo, percibiendo, finalmente, cómo son las realidades que están entre Dios y los hombres. Entonces, pasa no sólo a lo que está más allá del intelecto y la mente, sino que, en modo apropiado y en admirable estupor, está pleno de alegría y exultación espiritual, verdaderamente radiante en el silencio por esas iluminaciones y operaciones divinas que, superándolo, se dirigen y se unen a la Hénada de la divina y sobrenatural deidad en Cristo Jesús." [3]

Notas:

[1] Toshihiko Izutsu, "Sufismo y taoísmo", vol. 1, ed. Siruela.
[2] Filocalia, vol. 2, ed. Lumen.
[3] Todas las citas pertenecen a: Filocalia, vol. 4, ed. Lumen.

jueves, 23 de julio de 2015

San Máximo el Confesor: Sobre Jesucristo y el Fin de los Siglos

"Si la creación del universo es un misterio de grandeza inconcebible, el misterio de la creación de dioses eternos es aún incomparablemente más majestuoso."

Archimandrita Sophrony

En este interesante y profundo texto, san Máximo el Confesor se encarga de explicar cómo deben interpretarse las palabras del Apóstol Pablo referidas a los "siglos venideros" y qué debemos entender por el "fin de los siglos" que ya ha sido alcanzado. En nuestra traducción, nuevamente a partir de la versión inglesa, hemos preferido traducir aiones (en inglés ages) por "siglos", respetando la traducción habitual de este término en los textos bíblicos, si bien somos conscientes de que la palabra "eones" tiene un sentido más amplio y acorde con lo que aquí se pretende desarrollar, pues no se trata exclusivamente de períodos temporales extraordinariamente largos.

Creemos necesario advertir que el lenguaje de san Máximo, algunas veces simple y directo y en otras ocasiones intrincado y complejo, puede ser malinterpretado si se toman sus palabras de una manera demasiado rígida y racionalista, es decir, como si se tratara de definiciones teológicas descriptivas y cerradas en sí mismas, en lugar de comprender estas expresiones de modo simbólico. El propio autor lo pone de manifiesto en sus escritos, especialmente cuando habla de uno de los temas centrales de su enseñanza y de la tradición cristiana en general: el misterio inefable de la Encarnación del Logos, aunque para emplear sus propios términos también podríamos hablar, más especificamente, de la divina "corporificación" de Cristo, que se nos revela místicamente resonando en diferentes niveles hermenéuticos que no se excluyen mutuamente ni se contradicen entre sí.

Por un lado, haciéndose eco de las polémicas cristológicas de los siglos precedentes, reafirma la realidad histórica de Jesús como manifestación del Logos, resaltando la importancia de su presencia y de sus actos en términos soteriológicos, pero, aunque aquí se trate de una persona particular y concreta, no se limita por eso a una interpretación individualizada e historicista del ser de Cristo. Porque si en un sentido universal Adán representa a la humanidad caída en su conjunto, Cristo debe representar, consecuentemente, a la humanidad deificada, es decir, reintegrada en el eterno-ser-bien, tal como lo explica el divino Confesor en otra de sus obras:

"Porque él es identificado doblemente por las dos partes de las que está constituido: él se ha convertido en el Nuevo Adán, mientras lleva en sí mismo al primer Adán, y él es ambos al mismo tiempo, sin disminución." [1]

Es decir, en virtud de la unión hipostática Cristo no introduce una innovación en el principio esencial (logos physeos) de la naturaleza humana, que permanece inmutable en sí mismo por tratarse de una predeterminación del Intelecto divino, sino en su modo de existencia, esto es, en su tropos, que es renovado y abierto para la comunión indivisible con el Principio divino:

"Nos consideró dignos para ser uno y el mismo con él de acuerdo a su humanidad. Porque fuimos predestinados antes de todos los siglos (cf. Ef 1:11-12) para estar en él como miembros de su cuerpo. Él nos adaptó a sí mismo y nos unió conjuntamente en el Espíritu como un alma a un cuerpo y nos trajo la talla de la madurez espiritual derivada de su plenitud. Para esto fuimos creados; este fue el propósito de Dios para nosotros antes de todos los siglos." [2]

Pero eso no es todo, porque, desde un punto de vista más comprehensivo, san Máximo ve en la Encarnación un símbolo perfecto de la manifestación del Logos divino a través de la procesión de los logoi de los seres, tanto universales como particulares, en la multiplicidad del universo creado.

"Porque la Palabra de Dios y Dios mismo desean siempre y en todas las cosas realizar el misterio de su corporificación." [3]

Finalmente, desde un punto de vista individual o microcósmico, esto puede entenderse como una imagen de la "encarnación" del Logos que debe producirse en el interior de cada hombre.

Pues bien, teniendo en cuenta esta riqueza simbólica en las palabras de nuestro autor, no debe sorprendernos que al hablar del grado de realización espiritual alcanzado en los "siglos venideros" no se esté refiriendo a algo que sólo podrá obtenerse en el futuro, comprendido en su carácter temporal, ni tampoco necesariamente en un estado posterior a la muerte, porque en otros lugares de su obra parece referirse claramente a la deificación como algo asequible, en cierta forma, en la vida presente. Para entender mejor esto debemos leerlo en el marco de la tradición espiritual en la que está inserto, y a la que pertenece la terminología empleada. En este sentido, el archimandrita Sophrony, un gran staretz nacido en Rusia a finales del siglo XIX, al explicar justamente cuál es el sentido de la expresión "últimos tiempos", o "fin de los siglos", nos dice:

"En razón de su proximidad inmediata con la hipóstasis divina del Verbo, aun viviendo todavía en la tierra, los apóstoles habitaban en espíritu igualmente en la Eternidad. Para ellos, como para cualquier otro hombre que ha conocido experimentalmente un estado semejante, el tiempo, los 'eones' confluyen en el fin. La idea neotestamentaria del tiempo difiere de las concepciones de Newton, de Einstein, o de otras corrientes filosóficas o gnósticas. Para los apóstoles, el tiempo se convierte en algo semejante a un 'espacio' en el que es posible moverse y 'donde' es posible el primer encuentro con el Creador. Sabemos que a algunos hombres les fue concedido 'contemplar el Reino de Dios antes de haber experimentado la muerte' (Mc 9, 1). Las expresiones enumeradas anteriormente se deben a estos hombres." [4]

Por lo tanto, aunque la plena posesión de la vida divina sólo pueda darse de manera absoluta y permanente tras abandonar las condiciones de existencia actuales, a los santos ya se les ha concedido probar los frutos del siglo futuro:

"Hablando de la experiencia de la eternidad y de la resurrección del alma, pensamos en la extraordinaria benevolencia divina que, derramándose sobre el hombre, lo 'transporta' al dominio de la Luz eterna y le concede vivir con certeza su liberación de la muerte." [5]

Por último, señalaremos que cuando san Máximo habla de la "pasividad" que deben adoptar aquellos que están ascendiendo en su camino espiritual, esto no implica ningún tipo de quietismo ni de rechazo a la "actividad", y recordemos que en Ad Thalassium 6 hablaba sobre la importancia incontestable del esfuerzo activo en el trabajo espiritual realizado a partir de una orientación de la voluntad deliberativa (gnomé) en sinergía con la gracia deificante del Espíritu, sino más bien de un tipo "receptividad", en relación al Principio divino, que, por sus características, debe ser comprendida como el complemento y la superación de la actividad propiamente dicha: es la no-acción de aquel que se convierte en un "instrumento de la naturaleza divina" [6].

Para expresarlo en términos taoístas, podemos decir que el hombre que se encamina hacia su máxima realización debe ser yang, es decir, debe adoptar el principio masculino para el ejercicio de la virtud en relación a la manifestación y a los diversos estados interiores que irá superando en su trayecto, pero, con respecto al Principio supremo, debe ser yin y mantenerse en conformidad con el principio femenino, o sea, debe ser como la Hembra Oscura, el "espíritu del Valle" que recibe pasivamente la actividad del Cielo (y esto nos recuerda a los místicos cristianos que insisten en que el alma debe volverse "virgen y fecunda", en una receptividad perfecta, a imagen de la completa sumisión de la Theotokos ante el Espíritu Santo, para engendrar al Niño divino), y con esto logrará identificarse con el eje del mundo; se convertirá en mediador, en el Rey-Pontífice que reúne en sí mismo el Cielo y la Tierra.  El capítulo XXVIII del Daodejing nos servirá como síntesis de una parte de lo que explica san Máximo en la obra que aquí presentamos:

"El que conoce el principio masculino
y se mantiene conforme a lo femenino
es como el profundo cauce del mundo
donde confluye todo bajo el cielo.
Siendo el eje del mundo
no deja la constante virtud y vuelve
a su primera juventud.

Quien conoce lo luminoso,
pero elige lo oscuro,
se vuelve el eje del mundo.
Siendo el eje del mundo
su poder es estable y no mutable,
y sin moverse vuelve al estado primordial.

Quien conoce su gloria y sigue siendo humilde
es el valle del mundo.
Siendo el valle del mundo,
donde la virtud eterna es inagotable,
realiza su retorno a lo informal.
Lo informal al dispersarse produce todas las formas.

Por eso, el sabio siendo señor de los vasallos
preside el imperio en su conjunto
y no se ocupa de los detalles." [7]


.·.



Notas de la introducción:

[1] Máximo el Confesor, Ambiguum 42.
[2] Máximo el Confesor, Ambiguum 7.
[3] Máximo el Confesor, op. cit.
[4] Archimandrita Sophrony, "Vida y enseñanza de san Silouan el Athonita", ed. Sígueme.
[5] Ibídem.
[6] Máximo el Confesor, op. cit.
[7] "El Tao Te Ching de LaoTzu", traducción y comentarios de Onorio Ferrero, ed. Ignacio Prado Pastor.



Ad Thalassium 22


P. Si en los siglos venideros Dios mostrará sus riquezas (Ef. 2:7), ¿cómo es que el el fin de los siglos [ya] ha llegado a nosotros (1 Cor 10:11)?

R. Él, que por la pura inclinación de su voluntad estableció el comienzo de toda la creación, visible e invisible, antes de todos los siglos y antes del surgimiento de los seres creados, tuvo un plan inefablemente bueno para esas criaturas. El plan fue mezclarse, sin cambio alguno de su parte, con la naturaleza humana por medio de una verdadera unión hipostática, con el objeto de unir la naturaleza humana a sí mismo mientras él permanecía inmutable, de modo que pudiera volverse hombre, como sólo él sabe, y deificar a la humanidad en unión con él. También, de acuerdo a este plan, es claro que Dios sabiamente dividió "los siglos" (aiones) entre los destinados para que Él se vuelva humano, y los destinados para que la humanidad se vuelva divina.

Así, el fin de aquellos siglos predeterminados por Dios para volverse humano ya ha llegado a nosotros, dado que el propósito de Dios fue consumado en los mismos eventos de su encarnación. El divino Apóstol, habiendo examinado completamente este hecho [...], [1] y observando que el fin de los siglos previstos para que Dios se vuelva humano ya ha llegado a través de la misma encarnación del Logos divino, dijo que el fin de los siglos ha llegado a nosotros (1 Cor 10:11). Sin embargo, por "siglos" él no se refiere a los siglos tal como normalmente los concebimos, sino, claramente, a los siglos previstos para llevar a cabo el misterio de su corporificación, que ya han llegado a término de acuerdo al propósito de Dios.
 
Por lo tanto, puesto que los siglos predeterminados en el propósito de Dios para la realización de su volverse humano han alcanzado su fin para nosotros, y Dios ha emprendido y alcanzado de hecho su propia y perfecta encarnación, los otros "siglos"-aquellos que se están por cumplir para la realización de la mística e inefable deificación de la humanidad- deben seguir de aquí en adelante. En estos nuevos siglos, Dios mostrará las incomensurables riquezas de su bondad hacia nosotros (Ef 2:7), habiendo realizado completamente esta deificación en aquellos que son dignos. Porque si ha llevado a término la mística obra de volverse humano, habiéndose hecho como nosotros en todos los aspectos excepto en el pecado (cf. Heb 4:15), e incluso descendió hacia las regiones más bajas de la tierra, donde la tiranía del pecado oprimía a la humanidad, entonces Dios también consumará completamente la meta de su mística obra de deificar a la humanidad en cada aspecto, excepto, por supuesto, en la identidad con la esencia divina; y él asimilará la humanidad a sí mismo y nos elevará a una posición por encima de los cielos. Es a esta exaltada posición que la magnitud natural de la gracia de Dios convoca a la pobre humanidad, por una bondad que es infinita. El gran Apóstol místicamente está enseñándonos esto cuando dice que en los siglos venideros se mostrarán las incomensaurables riquezas de su bondad hacia nosotros (Ef 2:7).

Entonces, nosotros también dividimos los "siglos" conceptualmente, y distinguimos entre los que están destinados para el misterio de la divina encarnación y los que están destinados para la gracia de la deificación humana, y debemos descubrir que aquellos ya han alcanzado su propio fin, mientras que estos aún no han llegado. En pocas palabras, los primeros están relacionados con el descenso de Dios a los seres humanos, mientras que los segundos se relacionan con el ascenso de la humanidad hacia Dios. Por interpretar los textos de este modo, no titubeamos en la oscuridad de las divinas palabras de la Escritura, ni asumimos que el Apóstol divino haya caído en este mismo error.

O mejor dicho, puesto que nuestro Señor Jesucristo es el principio (arjé), el medio (mesotes), y el fin (telos) de todos los siglos, [2] pasados y futuros [sería justo decir que] el fin de los siglos -específicamente ese fin que realmente se cumplirá, por la gracia, para la deificación de aquellos que son dignos- ha llegado a nosotros, en potencia, a través de la fe. [3]

Por otra parte, dado que uno es el principio de actividad y otro el de pasividad, [podríamos decir que] el Apóstol divino ha distinguido mística y sabiamente el principio activo del principio pasivo, respectivamente, en los "siglos" pasados y futuros. Por consiguiente, los siglos de la carne, en los que ahora vivimos (porque la Escritura también conoce los siglos del tiempo, como cuando dice que el hombre se fatigó en este siglo para vivir hasta el fin [Sal 48:10]) se caracterizan por la actividad, mientras que los siglos futuros, en el Espíritu, que son los que siguen a la vida presente, se caracterizan por la transformación de la humanidad en la pasividad. Viviendo aquí y ahora, llegamos al fin de los siglos como agentes activos y alcanzamos el fin del ejercicio de nuestra capacidad y actividad. Pero en los siglos venideros, nos someteremos, por la gracia, a la transformación deificante, y ya no seremos activos sino pasivos; y por esta razón no dejaremos de ser deificados. En este punto, nuestra pasión será sobrenatural, y no habrá principio restrictivo de la actividad divina que deifica infinitamente a quienes son pasivos a ella. Porque somos agentes activos en la medida en que tenemos operativa, por naturaleza, una facultad racional para realizar las virtudes, y también una facultad espiritual, ilimitada en su potencia, capaz de recibir todo el conocimiento, capaz de trascender la naturaleza de todos los seres creados y de todas las cosas que son conocidas, e incluso dejar atrás los "siglos" del tiempo. Pero cuando en el futuro seamos hechos pasivos (en la deificación), y hayamos trascendido completamente los principios de los seres creados de la nada, entraremos incognosciblemente en la verdadera Causa de los seres existentes, y haremos cesar nuestras facultades junto con todo lo que en nuestra naturaleza haya alcanzado su término. Nos convertiremos en aquello que de ninguna manera podría resultar de nuestra habilidad natural, dado que nuestra naturaleza humana no tiene la facultad para alcanzar lo que trasciende la naturaleza. Porque nada de lo que es creado es capaz, por su naturaleza, de inducir la deificación, ya que es incapaz de comprehender a Dios. Intrínsecamente, es sólo por la gracia de Dios que la deificación es otorgada proporcionadamente en los seres creados. Sólo la gracia ilumina la naturaleza humana con la luz sobrenatural, y, por la superioridad de su gloria, eleva nuestra naturaleza por encima de sus propios límites en una superabundancia de gloria. [4]

Por lo tanto, no parece, entonces, que el fin de los siglos haya llegado a nosotros (1 Cor 10:11), ya que aún no hemos recibido, por la gracia que está en Cristo, el don de los bienes que trascienden el tiempo y la naturaleza. Mientras tanto, los modos de las virtudes y los principios de aquellas cosas que pueden ser conocidas por naturaleza han sido establecidos como tipos y presagios de esos bienes futuros. Es a través de estos modos y principios que Dios, que está siempre dispuesto a volverse humano, lo realiza efectivamente en aquellos que son dignos. Y por eso, quienquiera que, por el ejercicio de la sabiduría, permite que Dios se encarne dentro de él, o de ella, y, en la consumación de este misterio, se somete a la deificación por la gracia, es verdaderamente bendito, porque esa deificación no tiene fin. Porque el que concede su gracia en aquellos que son dignos, es él mismo infinito en esencia, y tiene un poder infinito y completamente ilimitado para deificar a la humanidad. En efecto, este poder divino aún no ha finalizado con los seres creados por él; es más, está siempre sosteniendo a aquellos que -como nosotros, seres humanos- han recibido su existencia de él. Sin él, ellos no podrían existir. Esta es la razón por la que el texto habla de las riquezas de su bondad (Ef 2:7), dado que el plan resplandeciente de Dios para nuestra transformación hacia la deificación nunca cesa en su bondad hacia nosotros.







Notas:

[1] En este punto hay una pequeña laguna en el texto griego.
[2] Cf. Ad Thalassium 29 (CCSG 7:119, 7-30).
[3] Para esta escatología "realizada", tal como se expresa en la teología bautismal de Máximo, ver Ad Thalassium 6, donde él sugiere que la gracia de la adopción (así como la de la deificación) ya está completamente presente "en potencia" a través de la fe antes de que sea actualizada a través del conocimiento adquirido en la experiencia espiritual.
[4] Notablemente, Máximo ha ofrecido cuatro interpretaciones posibles diferentes de la consulta de Talasio, cada una de ellas válida. Sobre estas explicaciones, ver Paul M. Blowers, "Realized Eschatology in Maximus the Confessor, Ad Thalassium 22", Studia Patristica 32, ed. Elizabeth Livingstone (Leuven: Peeters Press, 1997), pp. 258-63.

domingo, 12 de julio de 2015

San Máximo el Confesor: Sobre los dones del Espíritu Santo

"Mediante el temor, la piedad y el conocimiento, el Espíritu Santo opera la purificación de los que son dignos de la pureza de las virtudes. Mediante fuerza, consejo e inteligencia, Él entrega, a los que son dignos de ser iluminados, la iluminación del conocimiento de los seres, según las razones que están en ellos. Por medio de la sabiduría luminosa, simple y completa, gratifica con la perfección a quienes son dignos de la deificación, llevándolos por todos los medios posibles al hombre, directamente a la Causa de los seres. Dichos hombres son reconocibles por las características divinas de la bondad y en este estado ellos se reconocen a sí mismos a partir de Dios y a Dios a partir de sí mismos, sin que haya ninguna barrera entre ellos. En efecto, no hay nada que se ponga entre la sabiduría y Dios. Ellos estarán en un estado de inmutabilidad absoluta, porque han trascendido completamente todos los estadios intermedios, en los que antes subsistía el peligro de errar en el conocimiento. Por estadios intermedios se entiende la esencia de las realidades inteligibles y sensibles, realidades mediante las cuales el intelecto humano es conducido naturalmente hacia Dios como Causa de los seres.

Temor, piedad y conocimiento producen la filosofía práctica. Fuerza, consejo e inteligencia actúan la contemplación natural en el Espíritu. Pero solamente la divina sabiduría nos gratifica con la mística teología."

* Filocalia, tomo II, "Capítulos varios sobre la teología y la economía, la virtud y el vicio" IV: 79-80, ed. Lumen.

martes, 7 de julio de 2015

San Máximo el Confesor: Sobre la Gracia del Santo Bautismo


"En las condiciones en las que de hecho nos hallamos no se puede cosechar sin
haber sembrado antes, y esto es tan cierto en el terreno espiritual como en el material. Pues bien: el germen que debe depositarse en el ser para hacer posible su desarrollo espiritual ulterior es precisamente la influencia que, en estado de virtualidad, "envuelta" exactamente como la semilla, le es comunicada por la iniciación."

René Guénon


En este escrito san Máximo trata de responder a las preguntas de Talasio sobre la efectividad del bautismo. En efecto, lo que éste se plantea es que si, de acuerdo a las palabras de san Juan el Teólogo, aquellos que han "nacido de Dios" ya no pueden pecar, pues su modo de existencia debería haberse renovado, ¿cómo es que los bautizados continúan haciéndolo?

Debemos tener presente, en primer lugar, que el pecado, a diferencia de lo que comúnmente se piensa, no consiste en la transgresión de una norma de comportamiento previamente establecida, aunque en el marco de una tradición espiritual ésta pueda ser una de sus consecuencias inmediatemente perceptibles, y su alcance no se circunscribe, por lo tanto, al ámbito de la moral y la ética. El pecado afecta la entera constitución del individuo que lo comete, y que es víctima al mismo tiempo, porque en el fondo, para expresarlo rápidamente, no es otra cosa que una manifestación de las tendencias e impulsos interiores que caracterizan el estado espiritual en el que se encuentra, es decir, su condición caída, y que son puestas en acto por el consentimiento de la voluntad gnómica o gnomé. A diferencia de la voluntad natural, que es la tendencia a conservar y realizar lo que es acorde con la propia naturaleza, la gnomé es la voluntad deliberativa que responde a las disposiciones anímicas y es capaz de decidir y realizar elecciones, entre las que se incluyen, lógicamente, la inclinación hacia el mal y la posibilidad de pecar.

La respuesta del Confesor es muy clara y apunta directo al meollo de la cuestión: se concentra especialmente en la doble modalidad de este segundo nacimiento iniciático efectuado por el bautismo. Por un lado, admite que la gracia bautismal, como un germen divino, reviste un carácter "virtual", es decir, permanece "en potencia", en aquel que la ha recibido, y por otro, explica que es a través del esfuerzo activo por la participación en la vía espiritual como esta gracia se volverá operativa y acompañará al bautizado en la práctica, la contemplación y la teología, que son las tres etapas tradicionales del camino cristiano, con sus diversos y sucesivos grados de realización interior. Por lo tanto, el camino hacia la deificación sólo podrá ser recorrido a través de lo que los Padres griegos han denominado como "sinergía" entre la voluntad y la gracia, es decir, entre el esfuerzo humano y la luz increada que transfigura por completo al hombre, llevándolo por encima de los límites de su condición creatural, para conducirlo hasta el eterno-ser-bien en la semejanza inmutable con su Arquetipo divino.

Quizás algunos de los seguidores más acérrimos del autor de nuestro epígrafe no coincidan con lo que aquí tratamos de expresar, pero nadie podrá negar su asombrosa concordancia con las palabras de san Máximo. 


Ad Thalassium 6

P. Si, como dice San Juan, el que ha nacido de Dios no peca, porque su semilla mora en Dios, y no puede pecar (1 Jn 3:9), y además, el que ha nacido del agua y el Espíritu es él mismo nacido de Dios (cf Jn 2:3-6), entonces, ¿cómo es que nosotros, que hemos nacido de Dios a través del bautismo, seguimos siendo capaces de pecar?

R. El modo en el que nacemos de Dios, en nuestro interior, es doble: uno concede la gracia de la adopción, que está enteramente presente en potencia en aquellos que han nacido de Dios; el otro introduce completamente, por un esfuerzo activo, la gracia que deliberadamente reorienta todo el libre albedrío del ser nacido de Dios hacia el Dios que le da nacimiento.[1] El primero otorga la gracia, presente en potencia, sólo a través de la fe; pero el segundo, más allá de la fe, también engendra en el conocedor la semejanza sublimemente divina del Único conocido, esa semejanza que es efectuada precisamente a través del conocimiento. Por lo tanto, el primer modo de nacimiento es observado en algunos debido a que su voluntad (gnomé), todavía no totalmente desapegada de su propensión a la carne, aún tiene que ser plenamente dotada con el Espíritu por la participación en los divinos misterios que son conocidos mediante el esfuerzo activo. La inclinación al pecado no desaparece mientras ellos lo sigan deseando. Porque el Espíritu no engendra una voluntad (gnomé) rebelde, pero conduce a una voluntad bien dispuesta hacia la deificación. [2] Quienquiera que haya participado en esta deificación a través de la experiencia consciente [3] es incapaz de retornar desde el recto discernimiento en la verdad, una vez que lo ha alcanzado en acto, y volverse hacia algo diferente, que sólo pretende ser ese mismo discernimiento. Es como el ojo que, una vez que ha mirado hacia el sol, no puede confundirlo con la luna o con cualquier otra estrella en los cielos. A los que reciben el (segundo modo de) nacimiento, el Espíritu Santo toma la totalidad de su libre albedrío y lo traslada completamente de la tierra al cielo, y, por medio del verdadero conocimiento adquirido por el esfuerzo, la mente se transfigura con los benditos rayos de luz de nuestro Dios y Padre, de manera tal que la mente es considerada otro "dios", en tanto que su hábito experimenta, por la gracia, aquello que Dios mismo no experimenta, sino que "es" en su propia esencia. En los que se someten a este segundo modo de bautismo, su libre albedrío claramente se vuelve inmaculado en virtud y conocimiento, ya que son incapaces de negar lo que han discernido activamente a través de la experiencia. Entonces, incluso si tenemos el Espíritu de adopción, que es él mismo la Semilla que dota a aquellos que son engendrados (a través del bautismo) con la semejanza del Sembrador, pero no nos presentamos ante él con una voluntad limpia de cualquier inclinación o disposición hacia algo diferente, nosotros, incluso después de haber nacido del agua y el Espíritu (Jn 3:5), voluntariamente pecamos. En cambio, si preparásemos nuestra voluntad con el conocimiento para recibir la operación de esos agentes -el agua y el Espíritu, quiero decir-, entonces el agua mística, por medio de nuestra vida práctica, limpiaría nuestra consciencia, y el Espíritu dador de vida provocaría la perfección inmutable del bien en nosotros a través del conocimiento adquirido en la experiencia. Precisamente por esta razón, él nos deja, a cada uno de nosotros que seguimos siendo capaces de pecar, el puro deseo de someter todo nuestro ser voluntariamente al Espíritu.

Notas:

* La fuente de la traducción, incluyendo las notas, es la misma que la de la entrada anterior.
* La cita de Guénon utilizada en el epígrafe pertenece a su obra "Apercepciones sobre la iniciación", disponible en la web.

[1] La "escatología realizada" de Máximo (ver Ad Thalassium 22) pone de manifiesto su perspectiva sobre la "potencialidad" y la "actualidad" de la gracia de la deificación. La plena realización de la gracia de adopción está ya presente, al menos potencialmente, en el creyente, antes de que se vuelva realmente operativa en la vida espiritual.

[2] La discusión en Ad Thalassium 6 provee otra instancia remarcable, desde sus primeros escritos, de la apreciación positiva de Máximo del rol de la voluntad "gnómica" en la vida espiritual, e incluso en la transición a la deificación.

[3] Sobre el lenguaje sofisticado de Máximo para hablar de la "experiencia" (πείρα) espiritual, y sobre esta alusión en particular, ver Pierre Miquel, "πείρα: Contribution à l'étude du vocabulaire de l'expérience religieuse dans l'oeuvre de Maxime le Confesseur", Studia Patristica 7, Texte und Untersuchungen 92 (Berlin: Akademie-Verlag, 1966), pp. 355-61 (especialmente p. 358).

miércoles, 24 de junio de 2015

San Máximo el Confesor: Sobre la Preservación y la Integración divina del Universo

En la segunda respuesta a las cuestiones planteadas por su discípulo Talasio, san Máximo el Confesor, uno de los más grandes maestros de la era patrística, explica, en un texto tan breve como denso, en qué consiste la operación divina sobre la totalidad del cosmos. Este precioso escrito, que aquí traducimos de su versión inglesa (incluyendo notas y referencias bibliográficas), deja traslucir algunos de los elementos fundamentales de la enseñanza del divino Confesor, especialmente en lo que respecta a su cristología cósmica.

Podemos decir, para resumir en unas pocas palabras el núcleo de lo que aquí se desarrolla, que a través de la actividad incesante del Logos divino sobre su obra se manifiesta gradualmente el misterio de Su "corporificación" en todas las cosas y el destino final del universo: la transfiguración gloriosa de los seres y su reintegración en los principios increados (logoi) pre-existentes en Dios.

Reconocemos la deficiencia de una traducción indirecta, pero, lamentablemente, gran parte de las obras de este Padre permanecen prácticamente ignoradas en nuestra lengua y es necesario que de un modo u otro lleguen a quienes puedan aprovecharlas. La fuente de nuestra traducción es el libro "On the Cosmic Mystery of Jesus Christ" (ed. St. Vladimir's Seminary Press), una recopilación de obras traducidas al inglés por Paul M. Blowers y Robert Louis Wilken.


Ad Thalassium 2
P. Si el Creador hizo todas las formas que llenan el mundo en seis días (cf. Gén. 1:31-2:2), ¿qué es lo que el Padre está haciendo desde entonces? Porque el Salvador dice: Mi Padre está obrando incluso ahora, como Yo también estoy obrando (Jn 5:17). ¿Está él, por lo tanto, hablando de la preservación de lo que una vez creó? [1]

R. Dios, como sólo él sabe, completó los principios primordiales (logoi) de las criaturas y las esencias universales de los seres de una vez por todas. Sin embargo, él todavía está obrando, no sólo preservando estas criaturas en su propia existencia, sino efectuando la formación, el progreso, y el sostenimiento de las partes individuales que están en potencia dentro de ellas. Incluso ahora, en su providencia, él está provocando la asimilación de los particulares a los universales, y lo seguirá haciendo hasta que pueda unir la propia inclinación voluntaria de las criaturas con el principio natural más universal del ser racional, a través del movimiento de estas criaturas particulares hacia el ser-bien, y hacer que sean armoniosas y semovientes en relación a unas con otras y al universo entero. [2] De este modo no habrá divergencia intencional entre universales y particulares. [3] Es más, uno y el mismo principio será observable a través de todo el universo, sin admitir diferenciación por los modos individuales en que los seres creados son afirmados, y manifestará la gracia de Dios que efectúa la deificación del universo. [4] Es en base a esta gracia que el Logos divino, cuando se hizo hombre, dijo: Mi padre está obrando incluso ahora, como Yo también estoy obrando. El Padre aprueba la obra, el Hijo apropiadamente la lleva a cabo, y el Espíritu Santo completa esencialmente tanto la aprobación del Padre como la ejecución del Hijo [5], a fin de que Dios en la Trinidad pueda estar a través de todo y en todas las cosas (Ef. 4:6), contemplado como la realidad total, proporcionadamente en cada criatura individual en la medida en que es juzgada digna por la gracia, y en el universo en su conjunto, del mismo modo en que el alma naturalmente mora tanto en la totalidad del cuerpo como en cada parte individual sin disminuirse a sí misma.





Notas: 

[1] Talasio anticipa ya la resolución de su consulta, y Máximo hará lo mismo. La relación entre Gén 2:2 y Jn 5:17 ya estaba bien establecida en la tradición patrística, especialmente en el contexto de la exégesis anti-maniquea, donde había necesidad de mostrar cómo el "descanso" de Dios era sólo figurativo, mientras que su "operación" actual es una preservación en curso de la creación original: cf. Pseudo-Arquelao, Acta disputationis cum Manete 31 (PG 10:1476B-1477A); Agustín, De Genesi contra Manichaeos 1.22.33 (PL 34:189). Incluso en un contexto no polémico, el mismo argumento permanece: v.g. Orígenes, Hom. in Num. 23.4 (GCS-Origenes Werke 7:215-216); Agustín, De Genesi ad litteram 4.11.21-4.12-22 (CSEL 28:107-109). Como testimonio cristológico, Jn 5:17 fue citado para afirmar la actividad de Cristo en la preservación y la economía de la buena creación de Dios: v.g. Gregorio Nacianceno, Or. theol. 4.11 (PG 36:117).

[2] Aquí hay, en efecto, un breve compendio de toda la cosmología cristocéntrica de Máximo: la vinculación de todos los seres particulares, en sus modos individuales (tropos) de existencia y con sus impulsos y volición peculiares, al todo universal, tal como se manifiesta en los logoi de todos los seres creados. Sobre la providencia divina impregnando el cosmos, ver también Amb. 10 (PG 91:1189C-1193C; Ad Thal. 60, CCSG 22:79, 117-120). Sobre los parámetros filosóficos generales de la cosmología de Máximo, ver Torstein Tollefsen, The Christocentric Cosmology of St. Maximus the Confessor: A Study of His Metaphysical Principles, Acta Humaniora 72 (Oslo: Unipub Forlag, 2000).

[3] Concibiendo la actividad del cosmos como un todo, Máximo presupone aquí, como en otro lugar, que la superación de la "divergencia intencional", que es el movimiento deliberado y auto-centrado de las criaturas, será el requisito para la restauración de todas las cosas en el Creador.

[4] Este es el más importante recordatorio de que Máximo proyecta no sólo la deificación de los seres humanos, sino también la del universo como un todo: una transfiguración cósmica. Cf. Amb. 41 (PG 91:1308D-1313B), donde, comentando la celebrada frase de Gregorio Nacianceno, de que "las naturalezas son renovadas" en la encarnación, Máximo explica en profundidad cómo Cristo el Logos armoniza y transfigura toda la creación uniendo en sí mismo los logoi de los universales y los particulares. Para una traducción al inglés de Amb. 41, ver Louth, Maximus the Confessor, pp. 155-62.

[5] Este tipo de amplificación trinitaria se encuentra en el predecesor de Máximo, Gregorio Nacianceno (Or. theol. 2.1, SC 250:100), y tiene sus paralelos, por otra parte, en los propios escritos del Confesor, más notablemente en Ad Thal. 60 (CCSG 22:79, 94-105), y en su Comentario sobre la Oración del Señor (CCSG 23:30, 91-96). Sobre estos tipos de acentuación trinitaria, ver Felix Heinzer, "L'explication trinitaire de 'énomie chez Mexime le Confesseur", en Maximus Confessor: Actes du symposium sur Maxime le Confesseur, Fribourg, 2-5 septiembre 1980, ed. Feliz Heinzer y Christoph Schönborn, Paradosis 27 (Fribourg: Éditions Universitaires, 1982), pp. 160-172.