"Creen en Cristo los que creen en su propia divinización."
Archimandrita Sophrony
"Cuando soy hijo de Dios, quien entonces puede verlo contempla al hombre en Dios y a Dios en el hombre."
Angelus Silesius
"La
persona no es el ser o una parte del ser: es espíritu, libertad, acto.
Así es también Dios: espíritu, libertad, acto, y no ser."
Nikolai Berdiaev
San Máximo el Confesor ha insistido reiteradamente en sus obras en la distinción que debe darse entre las dos voluntades en Cristo, de acuerdo a su doble naturaleza y en consonancia con la duplicidad de sus operaciones. Pues, siguiendo la tradición de los Padres que lo precedieron, afirma que su naturaleza humana no es absorbida completamente por la naturaleza divina, tal como podría entenderse desde una perspectiva monofisita, ni existe una separación radical entre Jesús y el Logos, esto es, entre el hombre y Dios, como si se tratara de dos "personas" diferentes, cada una identificada con su propia sustancia, que se unen gradual y progresivamente en un acuerdo o yuxtaposición de voluntades como resultado de la libre elección del hombre y de la inhabitación divina.
Ahora bien, lo que debemos
resaltar aquí es que la posición de San Máximo es un abierto rechazo a
todo tipo de sustancialismo, puesto que la persona no debe confundirse
con la sustancia, del mismo modo en que las tres hipóstasis divinas no
han de confundirse con la esencia única de la divinidad. Esto significa
que lo que garantiza la unicidad en Cristo como un ser particular y al
mismo tiempo universal, no es la negación de su operación y de su
voluntad humana ni una yuxtaposición progresiva de voluntades, sino su
persona, que no puede ser condicionada por la doble naturaleza.
"Es, por tanto, evidente que no puede destruirse la substancia, eliminando la voluntad natural y las operaciones propias de la misma, so pretexto de salvaguardar la unidad. Ésta no queda comprometida en modo alguno, sino que constituye la referencia única de cuanto tiene que ver con la persona." [1]
Detengámonos por un momento en este
punto, pues la noción de persona ha sido muchas veces incomprendida y
distorsionada en el pensamiento occidental, incluso en ciertas
corrientes filosóficas denominadas "personalistas". Como señala
Teodoreto de Ciro, mientras que en la filosofía griega clásica no hay
gran diferencia entre las nociones de ousía e hipóstasis -más tarde
identificada con "persona" (prosopon)-, pues el primer término designa
"lo que es", en tanto que el segundo se refiere a "lo que subsiste";
para los Padres, en cambio, al profesar la fe en el Dios uno y trino,
entre ousía e hipóstasis reconocieron la misma diferencia que hay entre
lo común (o general) y lo particular, respectivamente. [2] En el primer
caso, partimos de una ontología sustancialista que confunde el ser con
la sustancia; y si bajo estas premisas afirmamos que el ámbito de la
manifestación es verdaderamente real, y no una simple ilusión o una pura
apariencia, esto sólo puede ser consecuencia de su participación en el
verdadero Ser, que en este caso es Dios, por lo que ha de reconocerse
entre ambos un vínculo ontológico que convierte al acto creador en una
acción obligada y sujeta a la necesidad por las condiciones
preexistentes derivadas de la misma sustancia, con lo que el mundo
adquiere una identidad divina en unión con su principio. Por el
contrario, de acuerdo a la perspectiva patrística que toma como base la
doctrina bíblica de la Creatio ex nihilo, el Arché, el Principio Supremo,
se identifica no con la naturaleza divina, sino con la Persona -concretamente
con la persona del Padre, el origen causal de las otras dos-, que es absolutamente incondicionada en una
alteridad radical respecto al ser de la creación que emerge de la nada,
pues el ser ya no procede del Ser, sino de un acto libre de la voluntad
divina que es causa de alteridad y posibilidad de ser. En palabras del
teólogo ortodoxo Ioannis D. Zizioulas:
"El ser divino no carece de causa, es decir, no se explica en sí mismo ni es, por tanto, un ser necesario. Su origen descansa sobre una persona libre; se atribuye a una persona concreta que es Unidad en la pluralidad y, al mismo tiempo, Única que, en su capacidad radical como persona distinta, al tiempo que inconcebible sin el resto de personas totalmente otras, es causa de alteridad y posee contenido ontológico. De no ser por la idea del Padre como causa, el ser divino se consideraría lógicamente necesario y autoexplicable, y en el cual ni la alteridad ni la libertad jugarían papel alguno." [3]
De aquí se sigue que lo
que garantiza la comunión entre el ser de Dios y el ser de la creación,
es decir, lo que sostiene al mundo en su realidad a pesar de la
distinción "abismal" con la Causa, no será ya una "afinidad ontológica"
entre el Creador y su creatura, que ahora es por naturaleza contingente,
sino la presencia omniabarcante de la persona del Logos que reúne en Sí
mismo, hipostáticamente -en el mismo modo en el que se une con la
naturaleza humana-, la multiplicidad con la Unidad y lo perecedero con lo Eterno, permaneciendo a su vez totalmente libre e independiente de la
naturaleza creada.
De esto podrá deducirse entonces que la noción de persona, considerada en su aspecto más elevado, no es algo que pueda ser definido afirmativamente, pues está por encima de todo lo que es, sino que sólo podremos hablar con propiedad de ella si lo hacemos en forma apofática. Es así como debe entenderse, en términos negativos, la relación intratrinitaria y la identidad de cada persona, pues, como tradicionalmente se enuncia: el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo, el Hijo no es el Padre ni es el Espíritu Santo, el Espíritu Santo no es el Padre ni es el Hijo.
De esto podrá deducirse entonces que la noción de persona, considerada en su aspecto más elevado, no es algo que pueda ser definido afirmativamente, pues está por encima de todo lo que es, sino que sólo podremos hablar con propiedad de ella si lo hacemos en forma apofática. Es así como debe entenderse, en términos negativos, la relación intratrinitaria y la identidad de cada persona, pues, como tradicionalmente se enuncia: el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo, el Hijo no es el Padre ni es el Espíritu Santo, el Espíritu Santo no es el Padre ni es el Hijo.
Asimismo, todo lo que puede ser
enunciado afirmativamente de Cristo, tanto en lo que concierne a sus
atributos humanos como a sus atributos divinos, corresponderá no a la
persona, sino a las dos naturalezas. En uno de sus opúsculos, el santo
Confesor nos dirá:
"Cristo no es mortal ni inmortal según la persona, o no impotente u omnipotente, visible o invisible, creado o increado. Sino que es una cosa u otra según la naturaleza. Y, por decirlo simplemente, no por oposición de la voluntad, sino como propiedad de la naturaleza. Único, como antes he dicho, es Cristo, pero tiene por naturaleza las características de ambas sustancias." [4]
Pues
bien, volviendo al planteo inicial, para explicar cómo las dos
voluntades de Cristo pueden conjugarse enteramente en una operación
"divino-humana", según la expresión del Areopagita, San Máximo tomará
como referencia las obras de San Gregorio Nacianceno, quien afirma que
la voluntad humana no se opone en modo alguno a la voluntad divina, pues
está "divinizada por entero".
"Así, pues, según este divino maestro, poseía una voluntad humana. Pero tal voluntad humana no se oponía a la de Dios en modo alguno. No era en Él una simple capacidad de elección, sino la voluntad propia de la naturaleza, configurada y movida siempre por Dios, por su divinidad según la esencia, con miras al cumplimiento de su proyecto salvador. Una voluntad enteramente divinizada por la sumisión y la aceptación del querer del Padre. Voluntad divinizada, con razón llamada así, pero no por la naturaleza, sino por la unión. De suerte que el hecho de ser una voluntad completamente divinizada no le hacía perder sus propiedades naturales. Al decir "divinizada por entero", demostrando la unión de su voluntad humana con la divina y paterna, el maestro eliminó completamente en el ministerio de Cristo cualquier contradicción y también a quienes quieren admitirla. Por otra parte, al decir "su voluntad", enseñaba la actividad propia de su voluntad humana, distinta esencial y naturalmente de su voluntad divina y de la del Padre, y así desechó cualquier confusión y toda falsa representación de este misterio." [5]
Aquí resuena una clave de la enseñanza de San Máximo: la diferencia y la alteridad no implican separación.
Si
aún cabe preguntarse cuál es el motivo por el que tantos sabios
cristianos de los primeros siglos se vieron envueltos en sutiles y
fervorosas disquisiciones cristológicas que llegaron a defender hasta
con sus propias vidas, la respuesta se nos aparecerá con una claridad
sobrecogedora: lo que estaba en juego en estas disputas era nada menos
que la salvación y la realización espiritual de los hombres, pues toda
cristología es también en el fondo, en su dimensión más profunda, una
antropología espiritual y una soteriología.
En efecto, se dirá que lo que aquí se afirma de Cristo, en su condición de Verbo encarnado, corresponde a un modo de ser que no tiene correlación directa con el estado de un hombre ordinario. Esto es en parte cierto, pues sólo Él es Dios por naturaleza, pero no olvidemos que, como hombre divinizado, era semejante en todo en todo a nosotros, excepto en el pecado.
En efecto, se dirá que lo que aquí se afirma de Cristo, en su condición de Verbo encarnado, corresponde a un modo de ser que no tiene correlación directa con el estado de un hombre ordinario. Esto es en parte cierto, pues sólo Él es Dios por naturaleza, pero no olvidemos que, como hombre divinizado, era semejante en todo en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Cristo,
como hombre, sólo puede alcanzar una identidad personal en términos
ontológicos porque ambas naturalezas "son", es decir, adquieren su ser,
al estar particularizadas en una persona. Como enseña San Máximo, esta
persona no puede confundirse con un individuo, "en el sentido de que
no es el término último de un proceso que desde la definición más
general llega hasta lo más particular, que atribuye al individuo las
cualidades de la especie". [6] Por el contrario, en Cristo, lo
general se subordina a lo particular, que adquiere primacía ontológica y
metafísica. Luego, la identidad, es decir, el "Quién" de Cristo, no es
otro que el Hijo, el Logos, la segunda Persona de la Santísima Trinidad; en
Él las naturalezas humana y divina donan sus cualidades a la identidad
sin que ésta dependa, en un sentido ontológico primario, de dichas
cualidades. El hombre, en tanto que individuo, es decir, mientras se
encuentre completamente identificado con su ego, con su "yo" exterior
como el límite último de su determinación en este mundo, a diferencia de
Cristo, no puede adquirir una particularidad ontológica ni una
identidad personal al ser completamente dependiente de su naturaleza y
de las cualidades de la especie. Deberá por lo tanto morir como
individuo para liberarse de sus condicionamientos naturales y renacer en
una filiación divina, fundando su ser en la relación Padre-Hijo, al
entrar en la comunión intradivina del Logos. En este sentido, Ioanis D. Zizioulas señala:
"Para que el hombre acceda a esta ontología de la persona necesita adoptar una actitud de libertad frente a su propia naturaleza. Si el nacimiento biológico nos proporciona una hipóstasis que depende ontológicamente de la naturaleza, nos encontramos ante la necesidad de un "nuevo nacimiento" para hacer experiencia de una ontología personal. Dicho "nuevo nacimiento", que representa la esencia del bautismo, no es otra cosa que la adquisición de una identidad no dependiente de las cualidades de la naturaleza, sino liberada de ella para poder acceder a una existencia hipostática idéntica a la que se da en la relación Padre- Hijo. Si el bautismo otorga "filiación", su significado ontológico consiste en que la identidad del hombre queda ahora enraizada no en las relaciones que proporciona la naturaleza, sino en la relación increada del Padre con el Hijo." [7]
No hace falta aclarar que, de manera
general, el bautismo es recibido por el común de los hombres en forma
virtual; el objetivo de la vía espiritual será entonces la actualización
efectiva de esta gracia bautismal que otorga la filiación divina tras
la muerte y el renacimiento del neófito, primero psíquico y después
espiritual. De este modo y llevado hasta las últimas consecuencias, tal
como lo expresa Thomas Merton, "el hombre interior muere y renace
para unirse a Dios hasta el punto de que los dos son uno y no existe
separación alguna entre ambos, salvo la de la distinción metafísica de
las naturalezas." [8]
Pero, si recordamos lo explicado al
comienzo sobre la personeidad divina, ¿en qué términos el hombre puede
llegar a ser también una persona? La identidad personal en el hombre,
que es el lugar donde se realiza la unión de su naturaleza creada con el
fuego deificante de la las energías increadas, es nada menos que la
imagen de Dios que reposa en el fondo de su alma, y como tal, sólo es
posible hablar propiamente de ella, como de Dios, apofáticamente, pues
todo lo que puede ser definido y clasificado con categorías abstractas y
en comparación con otros miembros de la especie corresponde al
individuo. No existe, en sentido estricto, una "persona humana", pues,
como ya dijimos, no se identifica sustancialmente con la naturaleza,
sino más bien una persona "divino-humana" que se actualiza, desvelándose
en su misterio abismal, al participar en la personeidad divina y
compartir el mismo "modo de ser" de la Santísima Trinidad, abriéndose al
infinito y reafirmando, simultáneamente, la preeminencia metafísica de
lo particular sobre lo general. El teósofo ruso Nicolás Berdiaev, lo
explica así:
"Sólo la persona es capaz de tener un contenido universal, de ser un universo en potencia bajo una forma individual. Ese contenido universal es inaccesible a todas las demás realidades del mundo histórico y natural, cuya característica consiste en no ser sino partes. Ahora bien: la persona no es una parte y no puede ser una parte de un Todo cualquiera, aun cuando ese Todo fuese el inmenso mundo entero. Eso es lo que constituye el principio esencial de la persona, su misterio. En la medida en que el hombre empírico forma parte de un Todo social o natural, se halla englobado en él, sin que su persona se encuentre también subordinada a ese Todo. (...) La persona (...) tiene ante sí el infinito, y a medida que se revela a sí misma trata de darse un contenido infinito. Pero, al mismo tiempo, la persona es inconcebible sin forma ni límite; no se confunde con el mundo que la rodea, no se disuelve en él. La persona es un universo bajo una forma individual, que no se repite jamás. Reúne en sí por una parte, lo universal y lo infinito; lo particular y lo individual, por otra. En eso consiste la aparente contradicción en la existencia de la persona. Lo que constituye la persona es lo que no le es común con los demás, y eso es lo que contiene lo universal en potencia." [9]
Podemos ver ahora que el modo en el que Cristo diviniza su humanidad y, por eso mismo, su voluntad y sus operaciones humanas, se corresponde, al menos hasta un cierto grado, con la "unión sin confusión" que el hombre alcanza y recibe por la gracia al ser transformado y liberado de sí mismo en la deificación: convertido en Dios por participación, identificado plenamente con Él, no anula su naturaleza ni sus operaciones, sino que, por la aniquilación de su propia aniquilación, renace como "hijo en el Hijo", en una comunión personal y directa con el Padre, sin mediación ni división entre sujeto y objeto, ya que el misterio de la persona "reside en su infinito subjetivismo". [10]
No
nos extrañará entonces que San Máximo, para describir la acción
"divino-humana" de Cristo utilice una figura simbólica que será empleada
tradicionalmente para referirse, por analogía, a la divinización del
ser humano:
"Mas, en cualquier caso, si careciera de voluntad natural, ¿cómo podría ser perfecto hombre el Verbo encarnado? Que la carne animada racional e intelectualmente haya sido plenamente divinizada por su unión con Dios no significa que se mengüe la realidad de la substancia, como tampoco la plena y total mezcla del fuego con el hierro elimina la realidad propia de éste. El hierro recibe la cualidad del fuego, pues gracias a la unión con él se convierte en fuego. Pero conserva como antes su peso y sus proporcionas y no padece daño ninguno en su naturaleza propia ni pierde la operación que naturalmente le corresponde, bien que conforma con el fuego una sola y única substancia y cumple sin división ninguna lo que por naturaleza le es propio, el cortar por ejemplo y lo que le pertenece por la unión, el quemar. En razón de su perfecta interpenetración y de su mutuo intercambio, cortar les pertenece tanto a él como al fuego. Sin embargo, nada impide significar sus naturalezas propias y numerarlas. No hay obstáculo en distinguir el hierro, aunque su naturaleza se perciba unida a la del fuego. Ni tampoco en distinguir su operación propia, aunque ésta se cumpla en unión con la de quemar y sin que presente ninguna división respecto a ella, sino que, por el contrario, aparezca unida a ella y sea con ella y en ella reconocida bajo un solo y mismo aspecto." [11]
Análogamente,
el hombre que somete su voluntad humana a la voluntad divina, no como
si aceptara convertirse pasivamente en una marioneta movida por hilos
invisibles en una absoluta negación de su alma, sino asintiendo
libremente a una voluntad que es más íntima que su propio "yo", la
voluntad de Dios que mora en su interior como lo No-otro, es similar al
hierro encendido que se vuelve uno con el fuego que lo envuelve y que
brota de sí. En un precioso pasaje de San Bernardo de Claraval, nos
encontramos con estas imágenes:
“¡Oh amor casto y santo! ¡Oh dulcísimo y suavísimo afecto! ¡Oh intención pura y desinteresada de la voluntad! ¡Tanto más pura y desinteresada aparece, cuanto menos mezclada va de todo interés propio; tanto más dulce y suave, cuanto que es del todo divino lo que se siente! Amar así es estar endiosado. Así como la gotita de agua caída en el vino pierde su ser, adquiriendo el color y gusto del vino; y así como el hierro candente y llameante parece perder en la fragua su naturaleza y trocarse en vivo fuego, y, en fin, así como el aire, embestido por los rayos del sol, se trueca en luz y, más que iluminarse, parece despedir radiantes claridades, así también en las almas de los santos parecen por arte inefable fundirse todos los afectos humanos con la única voluntad de Dios. Mas si todavía quedase algo del hombre en el hombre, ¿cómo podría decirse que Dios lo es todo en todas sus cosas? La sustancia de nuestra humana naturaleza durará y no se disolverá; pero otra será su forma, otra su gloria, otro su poder y virtud.” [12]
Los
ejemplos podrían multiplicarse, pues la misma figura simbólica ha sido
utilizada, con exactamente la misma significación, tanto en oriente como
en occidente. Para cerrar el post, nos limitamos a compartir con el lector estos
luminosos versos del divino San Simeón el Nuevo Teólogo:
"Lo he visto nuevamente dentro
de mi casa;
allí estaba súbitamente todo entero
y unificado de forma inefable,
de manera indecible anudado
y trabado conmigo sin trabarse,
como el fuego al hierro
y la luz al cristal.
Me ha hecho como fuego,
como luz me ha presentado.
Convertido en uno, yo y Aquel
al que me he unido,
¿qué nombre me voy a dar?
Soy hombre por naturaleza,
pero por gracia soy Dios.
Pues purificado por el arrepentimiento
y las corrientes de lágrimas
que de un cuerpo divinizado
participan, como si de Dios se tratase,
también yo me convierto en Dios
en una unión inexplicable. " [13]
Notas:
[1] Máximo el Confesor, “Meditaciones sobre la agonía de Jesús”.
[2] Ver Vladimir Lossky, “Teología mística de la Iglesia de Oriente ”.
[3] Ioannis D. Zizioulas, “Comunión y alteridad”. Podríamos decir también, para una mayor precisión, que el Padre, en cuanto Causa del ser y de la personeidad divina, sin cuya relación de alteridad no podría ser referido como "Padre", es el Principio Suprapersonal que da origen a la Santísima Trinidad.
[4] Máximo el Confesor, Op. Cit.
[5] Máximo el Confesor, Op. Cit.
[6] Ibídem
[7] Ioannis D. Zizioulas, Op. Cit.
[8] Thomas Merton, “La experiencia interior”.
[9] Nicolás Berdiaev, “Esclavitud y libertad del hombre”
[10] Ibídem.
[11] Máximo el Confesor, Op. Cit.
[12] San Bernardo de Claraval, “Obras selectas”.
[13] San Simeón el Nuevo Teólogo, "Plegarias de luz y resurrección".
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