LUZ TABÓRICA

Luz Tabórica
"No hay más que una sola y misma luz divina: la del Tabor, la contemplada por las almas purificadas desde ahora, la de la parusía y los bienes futuros."

San Gregorio Palamas


lunes, 30 de diciembre de 2013

Sophia Perennis

"En efecto, se puede demostrar que todos juntos, griegos y bárbaros, en cuanto que aspiran a la verdad, han participado del Logos verdadero, unos en no pequeña medida, otros en cambio parcialmente, según el caso. La eternidad contiene en sí misma y en un instante el pasado, el presente y el futuro; sin embargo, la verdad es más capaz de reunir sus propias semillas que la eternidad, aunque estén sembradas en tierra extranjera. En efecto, encontraríamos numerosísimas opiniones en las escuelas (aquellas que no están enteramente embotadas ni tienen amputado el orden natural, como el harén de mujeres que suprime la razón del varón), aunque parezca que son diferentes por otras cosas, sin embargo confiesan pertenecer a la misma familia y tener toda la verdad. Forman un único todo como miembro, como parte, como especie, como género. De igual manera, la cuerda más alta [de la lira] se opone a la más baja, pero de ambas resulta una única armonía musical; y como el número par es diferente del impar, y sin embargo ambos son necesarios en la aritmética; lo mismo que han sido concebidos en la geometría el círculo, el triángulo, el cuadrado y el resto de las diferentes figuras. También en el universo las partes todas, aunque difieran unas de otras, conservan entre sí una relación respecto al todo. Así también, tanto la filosofía bárbara como la griega constituyen un fragmento de la verdad eterna, no la del mito de Dioniso, sino la de la teología del eterno Logos. Mas quien reúne de nuevo lo que se ha diseminado y reconstruye la unidad podrá contemplar con seguridad al Logos, a la Verdad.

Está escrito en el Eclesiastés: He crecido en sabiduría más que todos los que han nacido antes que yo en Jerusalén; mi corazón conoce muchas cosas: sabiduría y gnosis, porque conoce las parábolas y la ciencia. Pues también eso es voluntad del Espíritu, puesto que en la abundancia de la sabiduría está la abundancia de la gnosis. [1] Quien es versado en toda clase de sabiduría, ése será gnóstico con pleno derecho. También está escrito: La ventaja de la gnosis de la sabiduría da vida al que la posee. [2] Y nuevamente, para consolidar aún más lo dicho, está la cita siguiente: Todo es accesible a los [hombres] inteligentes (y todo se refiere a lo griego y a lo bárbaro, pues lo uno sin lo otro no es todo), y es también recto para los que desean llevar consigo la inteligencia. Pereferid la educación y no la plata, y preferid la gnosis al oro acrisolado; preferid también la inteligencia al oro puro; porque la sabiduría vale más que las piedras preciosas, y no puede compararse a ella cuanto hay de codiciable. [3]"

San Clemente de Alejandría, "Stromata" I, 57.2-58.4





"He dicho también: «En el tiempo presente la religión cristiana es aquella cuyo conocimiento y práctica trae con toda seguridad y certeza la salvación»; esto lo dije según el nombre, no según la realidad misma que ese nombre significa. Porque la misma realidad, que se llama ahora religión cristiana, existía ya en los antiguos ni ha faltado nunca desde el origen del género humano hasta que vino el mismo Cristo en la carne, por quien la verdadera religión, que ya existía, comenzó a llamarse cristiana."

San Agustín de Hipona, "Retractaciones" I, 13.3





"Pero sabes, Señor, que no puede haber una gran multitud sin mucha diversidad y que casi todos los hombres se ven obligados a llevar una vida llena de tribulaciones y miserias y a estar sometidos a los reyes que gobiernan. Son pocos los que gozan del ocio necesario para que, en uso de su libertad, puedan profundizar en el conocimiento propio. Se dejan absorber por las muchas preocupaciones corporales y otras obligaciones, de modo que no pueden buscarte a Ti, Dios escondido. Por esta razón, pusiste al frente de tu pueblo a diferentes reyes y videntes, llamados profetas, la mayoría de los cuales en virtud de tu mandato han establecido en tu nombre el culto y las leyes e instruido al pueblo ignorante. Aceptaron estas leyes como si Tú mismo, Rey de reyes, hubieras hablado con ellos cara a cara, creyendo así que no era a ellos sino a Ti a quien escuchaban. Enviaste a diversas naciones diferentes profetas y maestros, según diferentes épocas. Ahora bien, es propio de la condición terrena del hombre defender como verdaderas las costumbres practicadas desde antiguo, que han pasado a ser consideradas como parte de la naturaleza. Esta es la razón de que sobrevengan no pocas disensiones cuando cada comunidad prefiere su propia fe a la ajena.

Acude en nuestra ayuda, pues sólo Tú tienes poder. Por Ti, el único a quien se venera en todo aquello que todos parecen adorar, es por quien se mantiene esta rivalidad. En todo lo que cada uno parece apetecer no apetece otra cosa sino el bien, que eres Tú, y ninguna otra cosa busca en su esfuerzo intelectual sino lo verdadero, que eres Tú. ¿Qué busca el viviente, sino vivir y el existente, sino ser? Por tanto, Tú que das la vida y el ser, eres el que pareces ser buscado de modo diferente por las diversas religiones y nombrado con diferentes nombres, pues permaneces para todos desconocido e inefable en tu verdadero ser. Tú, poder infinito, no eres sin embargo nada de lo que creaste, ni puede la criatura comprender tu infinitud, pues no hay porporción alguna de lo finito a lo infinito. Tú, omnipotente Dios, invisible a toda inteligencia, puedes hacerte visible a quien quieres, de modo que puedas ser comprendido. No permanezcas oculto más tiempo, Señor; sé propicio y muestra tu rostro, para que se salven todos los pueblos y no puedan ya olvidar la fuente de la vida y su dulzura apenas pregunstada. Porque sólo te abandona quien te ignora.

Si te dignas actuar así, cesarán las guerras, el odio y todo mal y todos conocerán que no hay más que una sola religión en la diversidad de ritos."

Nicolás de Cusa, "La paz de la fe" I, 4-6








[1] Qo. 1, 16-18.
[2] Qo. 7, 12.
[3] Pr. 8, 9-11.

lunes, 23 de diciembre de 2013

El eterno nacimiento del Niño divino

"Cuando Dios yacía oculto en el seno de una virgen, entonces el punto contuvo al círculo."

"Dices que lo grande no puede estar en lo pequeño, que al cielo no se lo incluye en el punto de la tierra. Ven, ve al Niño de la Virgen: verás en la cuna descansar el cielo, y la tierra, y cien mundos."

Angelus Silesius

"El gran misterio de la encarnación, siempre queda como tal; no sólo en el sentido que se manifiesta en la medida de la capacidad de los que son por Él salvados, y por tanto, respecto de esto es más lo que todavía no se ha visto de lo que ha sido manifestado; pero también porque lo que ha sido revelado queda todavía del todo escondido y de ningún modo se conoce como es. Que no parezca extraño lo que digo. En efecto, siendo Dios más allá de la esencia y trascendiendo también cualquier sobresubstanciación, cuando quiso venir en una esencia, entró en ella de modo de trascender la esencia. Por tanto, si bien trascendiendo al hombre, en su amor por el hombre se ha hecho verdaderamente hombre tomando la sustancia humana, pero el modo en que se hizo hombre queda absolutamente sin revelar porque, precisamente, se ha vuelto hombre trascendiendo al hombre."

San Máximo el Confesor


 
 
En la misteriosa oscuridad de la gruta, en el centro la montaña cósmica, en el punto invisible desde donde se eleva el Eje del mundo, en el silencio de la noche que concentra todas las palabras, cobijado por los brazos de la Madre Santa, revestido por un resplandor supraluminoso que extasía a los Serafines en un canto de amor, en el tiempo eterno, en el instante primero, como en el principio, ahora y siempre, el Niño divino reposa sereno, con la inaprehensible dignidad del Rey. Las jerarquías angélicas se deslumbran, se estremecen y se inclinan reverentes ante el espectáculo sublime, ante el misterio inconcebible: el mundo es contemplado nuevamente por los ojos del Hombre Universal.





¡Felicidades!




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martes, 17 de diciembre de 2013

Hierro y fuego: el misterio de la persona

"Creen en Cristo los que creen en su propia divinización."

Archimandrita Sophrony

"Cuando soy hijo de Dios, quien entonces puede verlo contempla al hombre en Dios y a Dios en el hombre."

Angelus Silesius

"La persona no es el ser o una parte del ser: es espíritu, libertad, acto. Así es también Dios: espíritu, libertad, acto, y no ser."

Nikolai Berdiaev


San Máximo el Confesor ha insistido reiteradamente en sus obras en la distinción que debe darse entre las dos voluntades en Cristo, de acuerdo a su doble naturaleza y en consonancia con la duplicidad de sus operaciones.  Pues, siguiendo la tradición de los Padres que lo precedieron, afirma que su naturaleza humana no es absorbida completamente por la naturaleza divina, tal como podría entenderse desde una perspectiva monofisita, ni existe una separación radical entre Jesús y el Logos, esto es, entre el hombre y Dios, como si se tratara de dos "personas" diferentes, cada una identificada con su propia sustancia, que se unen gradual y progresivamente en un acuerdo o yuxtaposición de voluntades como resultado de la libre elección del hombre y de la inhabitación divina.

Ahora bien, lo que debemos resaltar aquí es que la posición de San Máximo es un abierto rechazo a todo tipo de sustancialismo, puesto que la persona no debe confundirse con la sustancia, del mismo modo en que las tres hipóstasis divinas no han de confundirse con la esencia única de la divinidad. Esto significa que lo que garantiza la unicidad en Cristo como un ser particular y al mismo tiempo universal, no es la negación de su operación y de su voluntad humana ni una yuxtaposición progresiva de voluntades, sino su persona, que no puede ser condicionada por la doble naturaleza.

"Es, por tanto, evidente que no puede destruirse la substancia, eliminando la voluntad natural y las operaciones propias de la misma, so pretexto de salvaguardar la unidad. Ésta no queda comprometida en modo alguno, sino que constituye la referencia única de cuanto tiene que ver con la persona." [1]

Detengámonos por un momento en este punto, pues la noción de persona ha sido muchas veces incomprendida y distorsionada en el pensamiento occidental, incluso en ciertas corrientes filosóficas denominadas "personalistas". Como señala Teodoreto de Ciro, mientras que en la filosofía griega clásica no hay gran diferencia entre las nociones de ousía e hipóstasis -más tarde identificada con "persona" (prosopon)-, pues el primer término designa "lo que es", en tanto que el segundo se refiere a "lo que subsiste"; para los Padres, en cambio, al profesar la fe en el Dios uno y trino, entre ousía e hipóstasis reconocieron la misma diferencia que hay entre lo común (o general) y lo particular, respectivamente. [2] En el primer caso, partimos de una ontología sustancialista que confunde el ser con la sustancia; y si bajo estas premisas afirmamos que el ámbito de la manifestación es verdaderamente real, y no una simple ilusión o una pura apariencia, esto sólo puede ser consecuencia de su participación en el verdadero Ser, que en este caso es Dios, por lo que ha de reconocerse entre ambos un vínculo ontológico que convierte al acto creador en una acción obligada y sujeta a la necesidad por las condiciones preexistentes derivadas de la misma sustancia, con lo que el mundo adquiere una identidad divina en unión con su principio. Por el contrario, de acuerdo a la perspectiva patrística que toma como base la doctrina bíblica de la Creatio ex nihilo, el Arché, el Principio Supremo, se identifica no con la naturaleza divina, sino con la Persona -concretamente con la persona del Padre, el origen causal de las otras dos-, que es absolutamente incondicionada en una alteridad radical respecto al ser de la creación que emerge de la nada, pues el ser ya no procede del Ser, sino de un acto libre de la voluntad divina que es causa de alteridad y posibilidad de ser. En palabras del teólogo ortodoxo Ioannis D. Zizioulas:

"El ser divino no carece de causa, es decir, no se explica en sí mismo ni es, por tanto, un ser necesario. Su origen descansa sobre una persona libre; se atribuye a una persona concreta que es Unidad en la pluralidad y, al mismo tiempo, Única que, en su capacidad radical como persona distinta, al tiempo que inconcebible sin el resto de personas totalmente otras, es causa de alteridad y posee contenido ontológico. De no ser por la idea del Padre como causa, el ser divino se consideraría lógicamente necesario y autoexplicable, y en el cual ni la alteridad ni la libertad jugarían papel alguno." [3]

De aquí se sigue que lo que garantiza la comunión entre el ser de Dios y el ser de la creación, es decir, lo que sostiene al mundo en su realidad a pesar de la distinción "abismal" con la Causa, no será ya una "afinidad ontológica" entre el Creador y su creatura, que ahora es por naturaleza contingente, sino la presencia omniabarcante de la persona del Logos que reúne en Sí mismo, hipostáticamente -en el mismo modo en el que se une con la naturaleza humana-, la multiplicidad con la Unidad y lo perecedero con lo Eterno, permaneciendo a su vez totalmente libre e independiente de la naturaleza creada.

De esto podrá deducirse entonces que la noción de persona, considerada en su aspecto más elevado, no es algo que pueda ser definido afirmativamente, pues está por encima de todo lo que es, sino que sólo podremos hablar con propiedad de ella si lo hacemos en forma apofática. Es así como debe entenderse, en términos negativos, la relación intratrinitaria y la identidad de cada persona, pues, como tradicionalmente se enuncia: el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo, el Hijo no es el Padre ni es el Espíritu Santo, el Espíritu Santo no es el Padre ni es el Hijo.

Asimismo, todo lo que puede ser enunciado afirmativamente de Cristo, tanto en lo que concierne a sus atributos humanos como a sus atributos divinos, corresponderá no a la persona, sino a las dos naturalezas. En uno de sus opúsculos, el santo Confesor nos dirá:

"Cristo no es mortal ni inmortal según la persona, o no impotente u omnipotente, visible o invisible, creado o increado. Sino que es una cosa u otra según la naturaleza. Y, por decirlo simplemente, no por oposición de la voluntad, sino como propiedad de la naturaleza. Único, como antes he dicho, es Cristo, pero tiene por naturaleza las características de ambas sustancias." [4]

Pues bien, volviendo al planteo inicial, para explicar cómo las dos voluntades de Cristo pueden conjugarse enteramente en una operación "divino-humana", según la expresión del Areopagita, San Máximo tomará como referencia las obras de San Gregorio Nacianceno, quien afirma que la voluntad humana no se opone en modo alguno a la voluntad divina, pues está "divinizada por entero".

"Así, pues, según este divino maestro, poseía una voluntad humana. Pero tal voluntad humana no se oponía a la de Dios en modo alguno. No era en Él una simple capacidad de elección, sino la voluntad propia de la naturaleza, configurada y movida siempre por Dios, por su divinidad según la esencia, con miras al cumplimiento de su proyecto salvador. Una voluntad enteramente divinizada por la sumisión y la aceptación del querer del Padre. Voluntad divinizada, con razón llamada así, pero no por la naturaleza, sino por la unión. De suerte que el hecho de ser una voluntad completamente divinizada no le hacía perder sus propiedades naturales. Al decir "divinizada por entero", demostrando la unión de su voluntad humana con la divina y paterna, el maestro eliminó completamente en el ministerio de Cristo cualquier contradicción y también a quienes quieren admitirla. Por otra parte, al decir "su voluntad", enseñaba la actividad propia de su voluntad humana, distinta esencial y naturalmente de su voluntad divina y de la del Padre, y así desechó cualquier confusión y toda falsa representación de este misterio." [5]

Aquí resuena una clave de la enseñanza de San Máximo: la diferencia y la alteridad no implican separación.

Si aún cabe preguntarse cuál es el motivo por el que tantos sabios cristianos de los primeros siglos se vieron envueltos en sutiles y fervorosas disquisiciones cristológicas que llegaron a defender hasta con sus propias vidas, la respuesta se nos aparecerá con una claridad sobrecogedora: lo que estaba en juego en estas disputas era nada menos que la salvación y la realización espiritual de los hombres, pues toda cristología es también en el fondo, en su dimensión más profunda, una antropología espiritual y una soteriología.

En efecto, se dirá que lo que aquí se afirma de Cristo, en su condición de Verbo encarnado, corresponde a un modo de ser que no tiene correlación directa con el estado de un hombre ordinario. Esto es en parte cierto, pues sólo Él es Dios por naturaleza, pero no olvidemos que, como hombre divinizado, era semejante en todo en todo a nosotros, excepto en el pecado.

Cristo, como hombre, sólo puede alcanzar una identidad personal en términos ontológicos porque ambas naturalezas "son", es decir, adquieren su ser, al estar particularizadas en una  persona. Como enseña San Máximo, esta persona no puede confundirse con un individuo, "en el sentido de que no es el término último de un proceso que desde la definición más general llega hasta lo más particular, que atribuye al individuo las cualidades de la especie". [6] Por el contrario, en Cristo, lo general se subordina a lo particular, que adquiere primacía ontológica y metafísica. Luego, la identidad, es decir, el "Quién" de Cristo, no es otro que el Hijo, el Logos, la segunda Persona de la Santísima Trinidad; en Él las naturalezas humana y divina donan sus cualidades a la identidad sin que ésta dependa, en un sentido ontológico primario, de dichas cualidades. El hombre, en tanto que individuo, es decir, mientras se encuentre completamente identificado con su ego, con su "yo" exterior como el límite último de su determinación en este mundo, a diferencia de Cristo, no puede adquirir una particularidad ontológica ni una identidad personal al ser completamente dependiente de su naturaleza y de las cualidades de la especie. Deberá por lo tanto morir como individuo para liberarse de sus condicionamientos naturales y renacer en una filiación divina, fundando su ser en la relación Padre-Hijo, al entrar en la comunión intradivina del Logos. En este sentido, Ioanis D. Zizioulas señala:

"Para que el hombre acceda a esta ontología de la persona necesita adoptar una actitud de libertad frente a su propia naturaleza. Si el nacimiento biológico nos proporciona una hipóstasis que depende ontológicamente de la naturaleza, nos encontramos ante la necesidad de un "nuevo nacimiento" para hacer experiencia de una ontología personal. Dicho "nuevo nacimiento", que representa la esencia del bautismo, no es otra cosa que la adquisición de una identidad no dependiente de las cualidades de la naturaleza, sino liberada de ella para poder acceder a una existencia hipostática idéntica a la que se da en la relación Padre- Hijo. Si el bautismo otorga "filiación", su significado ontológico consiste en que la identidad del hombre queda ahora enraizada no en las relaciones que proporciona la naturaleza, sino en la relación increada del Padre con el Hijo." [7]

No hace falta aclarar que, de manera general, el bautismo es recibido por el común de los hombres en forma virtual; el objetivo de la vía espiritual será entonces la actualización efectiva de esta gracia bautismal que otorga la filiación divina tras la muerte y el renacimiento del neófito, primero psíquico y después espiritual. De este modo y llevado hasta las últimas consecuencias, tal como lo expresa Thomas Merton, "el hombre interior muere y renace para unirse a Dios hasta el punto de que los dos son uno y no existe separación alguna entre ambos, salvo la de la distinción metafísica de las naturalezas." [8]

Pero, si recordamos lo explicado al comienzo sobre la personeidad divina, ¿en qué términos el hombre puede llegar a ser también una persona? La identidad personal en el hombre, que es el lugar donde se realiza la unión de su naturaleza creada con el fuego deificante de la las energías increadas, es nada menos que la imagen de Dios que reposa en el fondo de su alma, y como tal, sólo es posible hablar propiamente de ella, como de Dios, apofáticamente, pues todo lo que puede ser definido y clasificado con categorías abstractas y en comparación con otros miembros de la especie corresponde al individuo. No existe, en sentido estricto, una "persona humana", pues, como ya dijimos, no se identifica sustancialmente con la naturaleza, sino más bien una persona "divino-humana" que se actualiza, desvelándose en su misterio abismal, al participar en la personeidad divina y compartir el mismo "modo de ser" de la Santísima Trinidad, abriéndose al infinito y reafirmando, simultáneamente, la preeminencia metafísica de lo particular sobre lo general. El teósofo ruso Nicolás Berdiaev, lo explica así:

"Sólo la persona es capaz de tener un contenido universal, de ser un universo en potencia bajo una forma individual. Ese contenido universal es inaccesible a todas las demás realidades del mundo histórico y natural, cuya característica consiste en no ser sino partes. Ahora bien: la persona no es una parte y no puede ser una parte de un Todo cualquiera, aun cuando ese Todo fuese el inmenso mundo entero. Eso es lo que constituye el principio esencial de la persona, su misterio. En la medida en que el hombre empírico forma parte de un Todo social o natural, se halla englobado en él, sin que su persona se encuentre también subordinada a ese Todo. (...) La persona (...) tiene ante sí el infinito, y a medida que se revela a sí misma trata de darse un contenido infinito. Pero, al mismo tiempo, la persona es inconcebible sin forma ni límite; no se confunde con el mundo que la rodea, no se disuelve en él. La persona es un universo bajo una forma individual, que no se repite jamás. Reúne en sí por una parte, lo universal y lo infinito; lo particular y lo individual, por otra. En eso consiste la aparente contradicción en la existencia de la persona. Lo que constituye la persona es lo que no le es común con los demás, y eso es lo que contiene lo universal en potencia." [9]

Podemos ver ahora que el modo en el que Cristo diviniza su humanidad y, por eso mismo, su voluntad y sus operaciones humanas, se corresponde, al menos hasta un cierto grado, con la "unión sin confusión" que el hombre alcanza y recibe por la gracia al ser transformado y liberado de sí mismo en la deificación: convertido en Dios por participación, identificado plenamente con Él, no anula su naturaleza ni sus operaciones, sino que, por la aniquilación de su propia aniquilación, renace como "hijo en el Hijo", en una comunión personal y directa con el Padre, sin mediación ni división entre sujeto y objeto, ya que el misterio de la persona "reside en su infinito subjetivismo". [10]

No nos extrañará entonces que San Máximo, para describir la acción "divino-humana" de Cristo utilice una figura simbólica que será empleada tradicionalmente para referirse, por analogía, a la divinización del ser humano:

"Mas, en cualquier caso, si careciera de voluntad natural, ¿cómo podría ser perfecto hombre el Verbo encarnado? Que la carne animada racional e intelectualmente haya sido plenamente divinizada por su unión con Dios no significa que se mengüe la realidad de la substancia, como tampoco la plena y total mezcla del fuego con el hierro elimina la realidad propia de éste. El hierro recibe la cualidad del fuego, pues gracias a la unión con él se convierte en fuego. Pero conserva como antes su peso y sus proporcionas y no padece daño ninguno en su naturaleza propia ni pierde la operación que naturalmente le corresponde, bien que conforma con el fuego una sola y única substancia y cumple sin división ninguna lo que por naturaleza le es propio, el cortar por ejemplo y lo que le pertenece por la unión, el quemar. En razón de su perfecta interpenetración y de su mutuo intercambio, cortar les pertenece tanto a él como al fuego. Sin embargo, nada impide significar sus naturalezas propias y numerarlas. No hay obstáculo en distinguir el hierro, aunque su naturaleza se perciba unida a la del fuego. Ni tampoco en distinguir su operación propia, aunque ésta se cumpla en unión con la de quemar y sin que presente ninguna división respecto a ella, sino que, por el contrario, aparezca unida a ella y sea con ella y en ella reconocida bajo un solo y mismo aspecto." [11]

Análogamente, el hombre que somete su voluntad humana a la voluntad divina, no como si aceptara convertirse pasivamente en una marioneta movida por hilos invisibles en una absoluta negación de su alma, sino asintiendo libremente a una voluntad que es más íntima que su propio "yo", la voluntad de Dios que mora en su interior como lo No-otro, es similar al hierro encendido que se vuelve uno con el fuego que lo envuelve y que brota de sí. En un precioso pasaje de San Bernardo de Claraval, nos encontramos con estas imágenes:

“¡Oh amor casto y santo! ¡Oh dulcísimo y suavísimo afecto! ¡Oh intención pura y desinteresada de la voluntad! ¡Tanto más pura y desinteresada aparece, cuanto menos mezclada va de todo interés propio; tanto más dulce y suave, cuanto que es  del todo divino lo que se siente! Amar así es estar endiosado. Así como la gotita de agua caída en el vino pierde su ser, adquiriendo el color y gusto del vino; y así como el hierro candente y llameante parece perder en la fragua su naturaleza y trocarse en vivo fuego, y, en fin, así como el aire, embestido por los rayos del sol, se trueca en luz y, más que iluminarse, parece despedir radiantes claridades, así también en las almas de los santos parecen por arte inefable fundirse todos los afectos humanos con la única voluntad de Dios. Mas si todavía quedase algo del hombre en el hombre, ¿cómo podría decirse que Dios lo es todo en todas sus cosas? La sustancia de nuestra humana naturaleza durará y no se disolverá; pero otra será su forma, otra su gloria, otro su poder y virtud.” [12]

Los ejemplos podrían multiplicarse, pues la misma figura simbólica ha sido utilizada, con exactamente la misma significación, tanto en oriente como en occidente.  Para cerrar el post, nos limitamos a compartir con el lector estos luminosos versos del divino San Simeón el Nuevo Teólogo:

 "Lo he visto nuevamente dentro
de mi casa;
allí estaba súbitamente todo entero
y unificado de forma inefable,
de manera indecible anudado
y trabado conmigo sin trabarse,
como el fuego al hierro
y la luz al cristal.
Me ha hecho como fuego,
como luz me ha presentado.
Convertido en uno, yo y Aquel
al que me he unido,
¿qué nombre me voy a dar?
Soy hombre por naturaleza,
pero por gracia soy Dios.
Pues purificado por el arrepentimiento
y las corrientes de lágrimas
que de un cuerpo divinizado
participan, como si de Dios se tratase,
también yo me convierto en Dios
en una unión inexplicable. " [13]








Notas:

[1] Máximo el Confesor, “Meditaciones sobre la agonía de Jesús”.
[2] Ver Vladimir Lossky, “Teología mística de la Iglesia de Oriente ”.
[3] Ioannis D. Zizioulas, “Comunión y alteridad”. Podríamos decir también, para una mayor precisión, que el Padre, en cuanto Causa del ser y de la personeidad divina, sin cuya relación de alteridad no podría ser referido como "Padre", es el Principio Suprapersonal que da origen a la Santísima Trinidad.
[4] Máximo el Confesor, Op. Cit.
[5] Máximo el Confesor, Op. Cit.
[6] Ibídem
[7] Ioannis D. Zizioulas, Op. Cit.
[8] Thomas Merton, “La experiencia interior”.
[9] Nicolás Berdiaev, “Esclavitud y libertad del hombre”
[10] Ibídem.
[11] Máximo el Confesor, Op. Cit.
[12] San Bernardo de Claraval, “Obras selectas”.
[13] San Simeón el Nuevo Teólogo, "Plegarias de luz y resurrección".