"La humanidad, que era una imagen de Dios en Adán o, si se prefiere, un "espejo" singular de la naturaleza divina, se astilló en millones de fragmentos por aquel pecado original que indispuso a todo hombre con Dios, con los demás hombres, y consigo mismo. Pero el espejo quebrado se vuelve de nuevo una imagen perfectamente unida de Dios en la unión de quienes son uno en Cristo."
Thomas Merton, "El hombre nuevo"
"Jesucristo no recibe el nombre de Salvador porque traiga al mundo una hermosa revelación, una soberbia enseñanza sobre la persona, sino porque él lleva a cabo en la historia la realidad misma de la persona y hace de ella la base y la hipóstasis de la persona para todos."
Ioannis Zizioulas, "El ser eclesial"
"Jesucristo no recibe el nombre de Salvador porque traiga al mundo una hermosa revelación, una soberbia enseñanza sobre la persona, sino porque él lleva a cabo en la historia la realidad misma de la persona y hace de ella la base y la hipóstasis de la persona para todos."
Ioannis Zizioulas, "El ser eclesial"
Podemos pensar la cristología de dos formas diferentes: por un lado, podemos entender el ser de Cristo, Dios hecho hombre, objetiva e históricamente como el de un individuo, es decir, como una entidad particular concebible en sí misma, espacial y temporalmente localizado. Esta perspectiva, compartida tal vez por un gran número de cristianos, es legítima en su respectivo dominio, pero, tal y como está expresada, presenta algunas dificultades lógicas y prácticas en el campo de la soteriología que no pueden ser resueltas fácilmente.
Si se toma la parte "humana" como base para la identidad con Cristo, un individuo cualquiera, aunque incorporado formalmente en la Iglesia, no puede tener con Él más que una relación de tipo sentimental, moral o psicológica; no puede sino concebirlo como el modelo ético al que idealmente debe tender con sus actos e intenciones en el camino de una imitatio Christi, pero manteniendo, no obstante, una alteridad insuperable debido a las limitaciones constitutivas de la naturaleza humana caída. A esto podría responderse, claro está, que dicha distancia puede ser reducida, con la intervención y la guía del Espíritu Santo, a través de las Sagradas Escrituras y de todos los medios que la tradición nos ha legado. Sin embargo, aún bajo estas circunstancias, no podría establecerse de modo efectivo ningún vínculo existencial u ontológico con un personaje histórico separado por una barrera geográfica y temporalmente infranqueable.
Ahora bien, desde un punto de vista más elevado, podríamos considerar a partir de aquí que, en función de la autoridad espiritual que de Él emana en su carácter de Enviado divino, instituyó, en un momento histórico determinado, una nueva forma tradicional, destinada ya no solamente al pueblo judío, sino a toda la humanidad; actuó como fuente y transmisor de una cierta "influencia espiritual" y estableció los ritos apropiados para dicha vía de realización. Esto es exacto, al menos hasta un cierto punto, pero si nos limitamos a este aspecto de su función y revelación lo colocaríamos en una situación casi de igualdad con el resto de los Profetas y no podría hablarse de una verdadera comunión ni de una relación personal con el Hijo, mucho menos de un conocimiento e identificación con el mismo. Por lo tanto, ¿estamos en condiciones de afirmar realmente que Él es, para nosotros, el Camino, la Verdad y la Vida?
Esto significa que debemos necesariamente reconocer un modelo cristológico diferente, en el que Cristo, aún siendo una persona particular y concreta, no pueda concebirse en sí mismo como un individuo; y por extraña que pueda sonar tal afirmación, a menos que se dé esta "des-individualización" en la cristología, las implicaciones existenciales no tendrán valor ontológico ni metafísico alguno. Con lo que acabamos de decir no pretendemos poner en duda, ni mucho menos, la existencia de un Cristo histórico, irrupción misteriosa de la Eternidad en el tiempo, y podemos preguntarnos, junto al metafísico francés René Guénon:
Nosotros, para una mayor precisión, preferimos hablar de "eterno" en lugar de "intemporal", por las consecuencias que de allí podrían derivarse, pero dejémoslo aquí por el momento.
Pues bien, si Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, no es un individuo particularizado, ¿qué es entonces? Tal y como está formulado dogmáticamente, es nada menos que una Persona con dos naturalezas, divina y humana. Hablar detalladamente sobre un tema tan complejo, sobre todo por los abusos del lenguaje a los que estamos habituados, como es el de la diferencia y las relaciones entre "individuo" y "persona", tema sobre el que deberemos volver en otra ocasión, excede los límites que nos hemos propuesto para el presente artículo. Por ahora, sírvannos como introducción estas palabras del teólogo ruso Vladimir Lossky que hacen referencia a la dimensión personal de la naturaleza humana:
Cristo, como hombre, no se manifestó en la historia como un ser individualizado, sino como una persona, en el sentido más elevado del término, pero su naturaleza, como dijimos anteriormente, no es únicamente humana, sino también y sobre todo, divina: es una Persona divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que se hace presente en este mundo de una forma particularizada pero sin disminuirse en su realidad eterna; y esto nos abre las puertas a consideraciones más profundas, pues el misterio de Cristo, "que se substrae a toda racionalización", como bien lo señala Nikolái Berdiaev, "es el misterio de la unión paradójica del uno y del múltiple. El Cristo representa a la humanidad entera. Es el hombre universal en el tiempo y en el espacio. El misterio del Cristo proyecta una luz sobre el de la persona." [3]
Con este tipo de cristología "des-individualizada" es posible concluir, siguiendo al teólogo griego ortodoxo Ioannis Zizioulas, metropólita de Pérgamo, en su interesante ensayo titulado "El ser eclesial", que cuando ahora decimos "Cristo":
Estas conclusiones son sumamente importantes para la mejor comprensión de una eclesiología fundamentalmente pneumatológica, y no centrada ya en la figura de Cristo como el punto de partida histórico -y por tanto separado temporal y espacialmente de nosotros- de la institución eclesial, de su Cuerpo Místico, pues:
Si se toma la parte "humana" como base para la identidad con Cristo, un individuo cualquiera, aunque incorporado formalmente en la Iglesia, no puede tener con Él más que una relación de tipo sentimental, moral o psicológica; no puede sino concebirlo como el modelo ético al que idealmente debe tender con sus actos e intenciones en el camino de una imitatio Christi, pero manteniendo, no obstante, una alteridad insuperable debido a las limitaciones constitutivas de la naturaleza humana caída. A esto podría responderse, claro está, que dicha distancia puede ser reducida, con la intervención y la guía del Espíritu Santo, a través de las Sagradas Escrituras y de todos los medios que la tradición nos ha legado. Sin embargo, aún bajo estas circunstancias, no podría establecerse de modo efectivo ningún vínculo existencial u ontológico con un personaje histórico separado por una barrera geográfica y temporalmente infranqueable.
Ahora bien, desde un punto de vista más elevado, podríamos considerar a partir de aquí que, en función de la autoridad espiritual que de Él emana en su carácter de Enviado divino, instituyó, en un momento histórico determinado, una nueva forma tradicional, destinada ya no solamente al pueblo judío, sino a toda la humanidad; actuó como fuente y transmisor de una cierta "influencia espiritual" y estableció los ritos apropiados para dicha vía de realización. Esto es exacto, al menos hasta un cierto punto, pero si nos limitamos a este aspecto de su función y revelación lo colocaríamos en una situación casi de igualdad con el resto de los Profetas y no podría hablarse de una verdadera comunión ni de una relación personal con el Hijo, mucho menos de un conocimiento e identificación con el mismo. Por lo tanto, ¿estamos en condiciones de afirmar realmente que Él es, para nosotros, el Camino, la Verdad y la Vida?
Esto significa que debemos necesariamente reconocer un modelo cristológico diferente, en el que Cristo, aún siendo una persona particular y concreta, no pueda concebirse en sí mismo como un individuo; y por extraña que pueda sonar tal afirmación, a menos que se dé esta "des-individualización" en la cristología, las implicaciones existenciales no tendrán valor ontológico ni metafísico alguno. Con lo que acabamos de decir no pretendemos poner en duda, ni mucho menos, la existencia de un Cristo histórico, irrupción misteriosa de la Eternidad en el tiempo, y podemos preguntarnos, junto al metafísico francés René Guénon:
"¿quién se atrevería a pretender que el Verbo eterno y su manifestación histórica, terrenal y humana, no son real y substancialmente un solo y mismo Cristo bajo dos aspectos diferentes? Tocamos aquí también la relación de lo temporal y lo intemporal; quizás no convenga insistir más en ello, pues se trata de cosas que sólo el simbolismo permite expresar, en la medida en que son expresables."[1]
Nosotros, para una mayor precisión, preferimos hablar de "eterno" en lugar de "intemporal", por las consecuencias que de allí podrían derivarse, pero dejémoslo aquí por el momento.
Pues bien, si Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, no es un individuo particularizado, ¿qué es entonces? Tal y como está formulado dogmáticamente, es nada menos que una Persona con dos naturalezas, divina y humana. Hablar detalladamente sobre un tema tan complejo, sobre todo por los abusos del lenguaje a los que estamos habituados, como es el de la diferencia y las relaciones entre "individuo" y "persona", tema sobre el que deberemos volver en otra ocasión, excede los límites que nos hemos propuesto para el presente artículo. Por ahora, sírvannos como introducción estas palabras del teólogo ruso Vladimir Lossky que hacen referencia a la dimensión personal de la naturaleza humana:
"Después del pecado original la naturaleza humana se vuelve dividida, fragmentada, descuartizada en varios individuos. El hombre se presenta en un doble aspecto: como naturaleza individual se vuelve parte de un todo, uno de los elementos constitutivos del universo; pero como persona no es en modo alguno una parte: en sí contiene el todo. La naturaleza es el contenido de la persona, la persona es la existencia de la naturaleza. Una persona que se afirma como individuo encerrándose en los límites de su naturaleza particular no puede realizarse plenamente: se empobrece. Renunciando a su contenido propio, dándolo libremente, dejando de existir por sí mismo es como la persona se expresa plenamente en la naturaleza una de todos. Renunciando a su bien particular se dilata infinitamente y se enriquece por todo lo que pertenece a todos. La persona se vuelve imagen perfecta de Dios adquiriendo la semejanza, que es la perfección de la naturaleza común a todos los hombres. La distinción entre las personas y la naturaleza reproduce en la humanidad el orden de vida divina expresado por el dogma trinitario. Es el fundamento de toda la antropología cristiana, de toda la moral evangélica, pues el cristianismo es una "imitación de la naturaleza de Dios", según la sentencia de san Gregorio Niseno." [2]
Cristo, como hombre, no se manifestó en la historia como un ser individualizado, sino como una persona, en el sentido más elevado del término, pero su naturaleza, como dijimos anteriormente, no es únicamente humana, sino también y sobre todo, divina: es una Persona divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que se hace presente en este mundo de una forma particularizada pero sin disminuirse en su realidad eterna; y esto nos abre las puertas a consideraciones más profundas, pues el misterio de Cristo, "que se substrae a toda racionalización", como bien lo señala Nikolái Berdiaev, "es el misterio de la unión paradójica del uno y del múltiple. El Cristo representa a la humanidad entera. Es el hombre universal en el tiempo y en el espacio. El misterio del Cristo proyecta una luz sobre el de la persona." [3]
Con este tipo de cristología "des-individualizada" es posible concluir, siguiendo al teólogo griego ortodoxo Ioannis Zizioulas, metropólita de Pérgamo, en su interesante ensayo titulado "El ser eclesial", que cuando ahora decimos "Cristo":
"...nos referimos a una persona y no a un individuo; nos referimos a una realidad relacional que existe "por mí" o "por nosotros". Aquí el Espíritu santo no es aquel que nos ayuda a reducir la distancia entre Cristo y nosotros, sino que es la persona de la Trinidad que lleva a cabo en la historia lo que llamamos Cristo, esta entidad absolutamente relacional, nuestro Salvador. En este caso, nuestra cristología está esencialmente condicionada por la pneumatología, no de forma secundaria (...); de hecho, esta constituida pneumatológicamente. Entre Cristo, que es la verdad, y nosotros no hay que rellenar un abismo mediante la gracia. El Espíritu santo, al hacer real el acontecimiento de Cristo en la historia, hace real al mismo tiempo la existencia personal de Cristo como un cuerpo o comunidad. Cristo no existe primero como verdad y después como comunión: es ambos a la vez. Toda separación entre cristología y eclesiología desaparece en el Espíritu." [4]
Estas conclusiones son sumamente importantes para la mejor comprensión de una eclesiología fundamentalmente pneumatológica, y no centrada ya en la figura de Cristo como el punto de partida histórico -y por tanto separado temporal y espacialmente de nosotros- de la institución eclesial, de su Cuerpo Místico, pues:
"Sólo desde una perspectiva cristológica se puede hablar de la Iglesia como in-stituida (por Cristo), pero desde una perspectiva pneumatológica tenemos que hablar de ella como con-stituida (por el Espíritu). Cristo in-stituye y el Espíritu con-stituye. La diferencia entre esas dos preposiciones (in- y con-) puede ser enorme para la eclesiología. La "institución" es algo que se nos presenta como un hecho, más o menos como un fait-accomplit. Como tal, es una provocación a nuestra libertad. La "constitución" es algo que nos implica en su propio ser, algo que aceptamos libremente, porque participamos en su aparición. En el primer caso la autoridad es algo que se nos impone, mientras que en el segundo es algo que surge de entre nosotros. Si se concede a la pneumatología un papel constitutivo en la eclesiología, todo el tema del Amt und Geist o del "institucionalismo" se ve afectado. La noción de comunión ha de aplicarse a la ontología misma de las instituciones eclesiales, no sólo a su dinamismo y eficacia." [5]
Cristo es el Hijo del hombre corporativo, el Verbo que "se hizo carne y habitó en nosotros" (Jn 1, 14), el Unigénito del Padre y la Cabeza del Cuerpo místico que reúne a todos los miembros en Sí mismo, pero no es una realidad impuesta exteriormente que forzosamente deba ser aceptada, es el fundamento ontológico de la Vida verdadera; por lo tanto nuestra relación con Él, que no es de ningún modo la rememoración sentimental de un personaje histórico o de un héroe mítico cualquiera, ya no puede ser dada por una distinción entre sujeto y objeto, es una relación personal y metafísica, pues Él es el Sujeto absoluto de todo conocimiento efectivo que opera interiormente desde nuestra propia subjetividad. Análogamente a la comunión intradivina de la Santísima Trinidad, sin la cual la Esencia divina no podría ser lo que es, aquí encontramos una superación de todas las antinomias: Cristo es el Uno que no puede manifestarse sin la multiplicidad, sin su Cuerpo Místico, al mismo tiempo que la comunidad eclesial no puede tener una existencia real, ni sus miembros pueden escapar al dominio de la muerte, sin la presencia central del Hijo efectuada por la acción del Espíritu Santo. Por ello, como también señalará Zizioulas más adelante en esta misma obra:
"...el cuarto evangelio no sólo permite ser tomado como una liturgia eucarística, sino que también se caracteriza por expresiones tan inexplicables como el extraño juego entre la primera persona del singular y la primera persona del plural en Jn 3, 11-13: 'Yo te aseguro que hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto; pero vosotros rechazáis nuestro testimonio. Si no me creéis cuando hablo de las cosas terrenas, ¿cómo vais a creerme cuando os hable de las del cielo? Nadie ha subido al cielo, a no ser el que vino de allí, es decir, el Hijo del hombre." Debería destacarse que se trata nuevamente de un texto sobre el Hijo del hombre que contiene tal fenómeno filológico que solamente puede comprenderse en sentido eclesiológico." [6]
El Salvador, la Persona divina y humana por excelencia, mostrándose a Sí mismo como lugar de la coincidentia oppositorum, nos señala indirectamente con sus propias palabras el horizonte de la máxima realización a la que puede aspirar el hombre por la restauración de su semejanza divina, o sea: el santo, el hombre deificado, al morir como entidad individualizada, pero sin abolir por ello su singularidad eterna, participa efectivamente en la comunión eucarística con el Verbo, viviendo en Él mientras Él vive en cada uno de sus miembros, se "universaliza" al identificarse con Aquel que es el Hombre Universal desde antes del principio de los tiempos, y renace plenamente en su hipóstasis eclesial, esto es, accede a una constitución hipostática sin necesidad ontológica, absolutamente libre e incondicionado en su dimensión personal, llegando a ser por participación, lo que Jesús es por naturaleza, Hombre y Dios, una persona verdadera que retorna al seno del Padre, fuente de toda divinidad, para participar de la Vida misma de la Santísima Trinidad en la perfección suprema.
"El hombre perfecto es solamente, por lo tanto, quien es verdaderamente una persona, es decir, aquel que subsiste, que posee un modo de existencia que le constituye como ser, precisamente de la forma en la que también Dios subsiste como ser - en el lenguaje de la existencia humana esto es lo que significa una unión hipostática-" [7]
No queremos decir con esto que la realización metafísica alcanzada por la theosis sea, en términos teológicos, un equivalente exacto de la Unión Hipostática que sólo puede darse por naturaleza en el Hijo de Dios, pero de acuerdo a la enseñanza patrística, continuada posteriormente en la tradición hesicasta, el hombre no es sólo un microcosmos, un "resumen del universo", la corona de toda la Creación, es también en su más profunda interioridad, en el secreto núcleo de su corazón, un microtheos, una imagen de la Persona Divina; pero esta imagen que subyace como la más alta dignidad del ser humano ha sido aparentemente desfigurada -o más exactamente, ocultada- por el desgarramiento provocado en la caída, por la pérdida de la semejanza con el Creador. Este reconocimiento de una orientación dual en el hombre, situado entre la tierra y el cielo, marca el comienzo del combate invisible contra las determinaciones y limitaciones propias del individuo atrapado en su hipóstasis humana, sometido a las leyes naturales del mundo, y nos abre el camino, por el descenso de la gracia increada del Espíritu Santo y la participación activa de una vida en Cristo, hacia la conquista de la libertad originaria de la persona que hunde sus raíces en el abismo de la infinitud divina.
"Esto es lo que dice la Escritura: El primer hombre, Adán, fue creado como un ser viviente; el último Adán, en cambio, es un ser espiritual que da la Vida. Pero no existió primero lo espiritual sino lo puramente natural; lo espiritual viene después. El primer hombre procede de la tierra y es terrenal; pero el segundo hombre procede del cielo. Los hombres terrenales serán como el hombre terrenal, y los celestiales como el celestial. De la misma manera que hemos sido revestidos de la imagen del hombre terrenal, también lo seremos de la imagen del hombre celestial." (I Cor. 15, 45-49)
Nikolái Berdiaev, sin alejarse en absoluto del espíritu de los Padres, admite que si el hombre no es, a la manera de Jesucristo, un Hombre-Dios, puede sin embargo aspirar a la dignidad teándrica como persona, como hombre-Dios -en contra de lo que pudieran afirmar ciertos teólogos racionalistas-, por la existencia en él de un elemento divino, y lo expresa de la siguiente manera:
"Lo divino es trascendente con relación al hombre, y lo divino se halla al mismo tiempo misteriosamente unido al hombre en el hombre-Dios. Eso, y sólo eso, hace posible la aparición en el mundo de la persona no sometida al mundo. La persona es humana, y supera a lo humano que sólo depende del mundo. El hombre es un ser complejo; lleva en sí la imagen del mundo, pero no es sólo la imagen del mundo, es también la de Dios. Es el teatro de una lucha entre el mundo y Dios, es un ser a la vez dependiente y libre. 'Imagen de Dios' es una expresión simbólica, y se tropieza con dificultades insuperables en cuanto se la quiere transformar en noción. El hombre es un símbolo, puesto que lleva el signo de algo que no es él, y puesto que él mismo es el signo de ese algo que no es él. Sólo en eso reside la posibilidad de la manumisión del hombre de la esclavitud. Tal es la base religiosa de la concepción de la persona, no su base teológica, sino la base existencial, es decir, constituida por una experiencia espiritual. La verdad teoándrica no es ni una fórmula dogmática, ni una doctrina teológica, sino una verdad experimental, una verdad que ha surgido de una experiencia espiritual." [8]
Notas:
[1] René Guénon, "A propos de quelques symboles hermético-religieux", artículo aparecido en la revista Regnabit, diciembre de 1925, citado por Un monje de Occidente en "Doctrina de la No-dualidad y Cristianismo".
[2] Vladimir Lossky, "Teología mística de la Iglesia de Oriente", ed. Herder, 1º ed., 2009, Barcelona, España, p. 91
[3] Nicolás Berdiaev, "Esclavitud y libertad del hombre", ed. Emecé Editores, 1º ed., 1955, Buenos Aires, Argentina, p. 64
[4] Ioannis D. Zizioulas, "El ser eclesial", ed. Sígueme, 1º ed., 2003, Salamanca, España, p. 122-123
[5] Ibídem, p. 154
[6] Ibídem, p. 161
[7] Ibídem, p. 69
[8] Nicolás Berdiaev, op. cit., p. 58-59
[2] Vladimir Lossky, "Teología mística de la Iglesia de Oriente", ed. Herder, 1º ed., 2009, Barcelona, España, p. 91
[3] Nicolás Berdiaev, "Esclavitud y libertad del hombre", ed. Emecé Editores, 1º ed., 1955, Buenos Aires, Argentina, p. 64
[4] Ioannis D. Zizioulas, "El ser eclesial", ed. Sígueme, 1º ed., 2003, Salamanca, España, p. 122-123
[5] Ibídem, p. 154
[6] Ibídem, p. 161
[7] Ibídem, p. 69
[8] Nicolás Berdiaev, op. cit., p. 58-59
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