LUZ TABÓRICA

Luz Tabórica
"No hay más que una sola y misma luz divina: la del Tabor, la contemplada por las almas purificadas desde ahora, la de la parusía y los bienes futuros."

San Gregorio Palamas


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miércoles, 27 de agosto de 2014

El Nombre ilimitado

"El olvido del carácter ontológico de los Nombres divinos, la ausencia de experiencia de ellos en la oración y en la celebración de los sacramentos ha vaciado la vida de muchos creyentes. Para ellos, la oración e incluso los mismos sacramentos pierden su realidad eterna."

Archimandrita Sophrony


La doctrina de los Nombres Divinos, presente a lo largo de los siglos en la tradición cristiana, pero con numerosas correspondencias en otras formas tradicionales, ha sido muchas veces incomprendida, e incluso rechazada, en las bases fundamentales de su dimensión interior. Las malinterpretaciones de esta enseñanza son, en buena medida, producto del obtuso racionalismo promovido por ciertas corrientes de la teología academicista moderna. Sin embargo, otros errores y desviaciones, es menester reconocerlo, se han constatado en diferentes momentos de la historia.

En el texto cuya traducción presentamos en esta entrada, los autores concentran sus esfuerzos en demostrar la perfecta ortodoxia de dicha doctrina y resaltan su continuidad con una transmisión sapiencial vinculada al tronco mismo de la tradición abrahámica. Esto es motivado, principalmente, por una lamentable controversia suscitada en el seno de la Iglesia Ortodoxa Rusa en los comienzos del siglo XX a raíz de la supuesta herejía de los llamados "adoradores del Nombre". Por un lado, estaban los opositores más radicales a toda glorificación de los Nombres, cuyo punto de vista, por analogía con el arte tradicional, podríamos denominar "iconoclasta", pues comprendían estos elementos de la religión sólo desde un aspecto volitivo y terreno y veían en los Nombres Divinos  un medio puramente humano e instrumental para representar el movimiento del alma hacia Dios y el modo de expresión alegórico relativo a la naturaleza divina en el que se asienta la teología afirmativa. En el otro extremo se situaban los "adoradores del Nombre" propiamente dichos, quienes defendían legítimamente la presencia de Dios en la invocación de los Nombres, pero, desgraciadamente, en algunos casos posiblemente minoritarios, no estuvieron exentos de excesos y desviaciones, pues llegaron al extremo de atribuirle al Nombre un poder divino esencial y por naturaleza, es decir, identificaron y confundieron de un modo sustancialista los Nombres expresados humanamente con la Esencia divina en su absolutidad innominable. Ambas posiciones son igualmente incorrectas. En 1912 el Santo Sínodo de la Iglesia Ortodoxa Rusa condenó expresamente los errores derivados de la "adoración del Nombre", pero esta discusión, como bien han advertido algunos teólogos contemporáneos de renombre, está lejos de haber concluido,  pues nunca hubo una posición oficial definida respecto a la doctrina auténtica. Aún hoy, algunos racionalistas que se oponen a la  glorificación de los Nombres siguen escudándose en este Sínodo para defender su posición, que es, desde todo punto de vista, completamente antitradicional.

Afirmar, como hicieron algunos santos, que "el Nombre de Dios es Dios mismo", es una expresión fuerte, y hasta podría sonar impía si estas palabras no se interpretan correctamente. Como podemos ver, es un tema complejo y sutil, y sus fundamentos teóricos están vinculados indisociablemente a ciertos medios y posibilidades de realización espiritual. La mejor forma de abordarlo y de superar toda posible controversia es tomar como punto de partida la distinción tradicional entre la Esencia  Divina, que permanece absolutamente inaccesible e incognoscible en su Misterio abismal, y las Energías increadas, es decir, los Actos u Operaciones divinos a través de los cuales Deidad Oculta se autorevela en su interior y se manifiesta "exteriormente" para hacerse conocida a través de la impronta creatural de las Razones de los seres contenidas eternamente en el Logos. En relación a esto, San Juan Damasceno afirma:

"La emanación o energía divina es una, simple e indivisible; aunque se diversifica en los seres divisibles, para bien de ellos, acordando a cada uno los elementos constitutivos de su naturaleza, siempre se mantiene simple, pues se multiplica en los divisibles indivisiblemente, denominándolos y reuniéndoles en su propia simplicidad". [1]

Estas Energías increadas que dan forma y actúan sobre la totalidad de la Existencia y se manifiestan como un don gratuito para cada hombre en el modo más apropiado a su naturaleza y según la medida de su purificación interior, revelan los diferentes Atributos divinos en su multitud inconmensurable, es decir, constituyen el aspecto increado e inexpresable de los Nombres de Dios en cuanto participaciones indivisibles de Su Emanación primordial y como Arquetipos eternos esencializadores de las criaturas preexistentes en Él. En el polo opuesto, en forma análoga a la materia sobre la que un iconógrafo plasma su obra de acuerdo a las modelos celestes revelados por el Iconógrafo divino, el aspecto creatural de los Nombres, es decir, las palabras susceptibles de ser expresadas en el lenguaje humano que han sido preservadas por la Tradición, conforman el soporte terreno para la elevación del intelecto y el descenso concordante de la Luz increada que posibilita el conocimiento y la participación plena en las realidades espirituales comunicadas inexpresablemente en el lenguaje divino. Para respaldar lo que aquí decimos, traemos a colación el testimonio y la enseñanza del Archimandrita Sophrony, un maestro y padre espiritual del siglo XX, sabio transmisor de la espiritualidad hesicasta. Aquí, hablando sobre la práctica de la "oración del corazón", explica cómo debe comprenderse este doble aspecto, creado e increado, del Santo Nombre de Jesus:

"El Nombre de Jesús, como portador del conocimiento y como energía de Dios, está en relación con el mundo; además, en cuanto Nombre propio, está ontológicamente vinculado a la hipóstasis que nombra. Este Nombre es, pues, una realidad espiritual. Su sonido puede indentifcarse con el nombrado, pero no necesariamente. Su dimensión fonética ha sido otorgada a muchos mortales, pero cuando oramos damos a este Nombre otro contenido y lo proferimos con otra actitud espiriutal. Es un puente entre nosotros y la persona del Señor, es un canal por que el que recibimos la fuerza divina. Procedente del Dios Santo, es él mismo santo y nos santifica a través de su invocación. Con este Nombre y gracias a él, la oración recibe una cierta tangibilidad: este Nombre nos une a Dios. En este Nombre, en Cristo, Dios está presente como en un receptáculo, como en un vaso precioso lleno de perfume. A través de él, el Trascendente llega a ser inmanente de una manera perceptible. Siendo energía divina, procede de la Esencia divina y es en sí misma divina.
(...) Después de la venida de Cristo, todos los Nombres divinos se nos abren en su significación más profunda. Deberíamos también temblar -como sucede a muchos ascetas con los que tuve ocasión de vivir- al pronunciar el santo Nombre de Jesús. Es atrevido por mi parte afirmar que yo mismo he podido ser un testimonio viviente de que, invocando este Nombre adecuadamente, todo nuestro ser se llena de la presencia del Dios eterno; su invocación transporta nuestra mente a otras esferas; nos dota de una peculiar energía de una nueva vida. La Luz divina, de la que no es fácil hablar, se hace presente con este Nombre." [2]

Por lo tanto, la invocación y glorificación de los Nombres -especialmente, para los cristianos, del "Nombre que está sobre todo Nombre", el origen y consumación de todos Ellos- es la vía iluminativa del "recuerdo de Dios", el camino ascendente que conduce a la adquisición gradual de la "estatura de la plenitud de Cristo", del "Hombre Perfecto" (Efesios 4:13), del Hombre-Dios, cuyo Nombre santo comprende sintéticamente la totalidad de los Atributos divinos.


Notas:

[1] Basilio Tatakis, "Filosofía Bizantina", ed. Sudamericana, 1952.
[2] Archimandrita Sophrony, "Ver a Dios como Él es", ed. Sígueme, 2002.


 

El Nombre ilimitado

Por el Metropolita Ephraim de Boston, el Obispo Gregory de Brookline y Thomas Deretich (HOCNA)


Por la noción "Nombre de Dios", los cristianos ortodoxos queremos decir dos cosas: 1) Nos referimos a la Verdad revelada acerca de Dios y 2), en otro sentido, nos referimos también a las palabras humanas y creadas por las cuales esta Verdad revelada se expresa. La Verdad eterna y revelada acerca de Dios existe y siempre existirá, ya sea que la expresemos en nuestro lenguaje humano o no. Esto es lo que nuestro Salvador nos da a entender cuando, en el Evangelio de San Juan, Él les dice a los Judios:
"Pero ahora quieren matarme a mí, al Hombre que les dice la Verdad que ha oído de Dios." (Juan 8:40)

¡Nadie en su sano juicio podría afirmar que la Verdad que Dios Hijo escuchó de Dios Padre fue comunicada con palabras humanas! La comunicación en la Santísima Trinidad es totalmente inefable. Sin embargo, es esta misma Verdad, la Verdad increada e inefable de Dios, la que nuestro Salvador, cuando se hizo hombre por nosotros, nos reveló en el lenguaje humano. Esta es también la misma Verdad divina con la que el Espíritu Santo iluminó a los Apóstoles el día de Pentecostés, de acuerdo con la promesa de nuestro Salvador:

"Cuando Él, el Espíritu de la Verdad, venga, los guiará a toda la Verdad: porque no hablará por Sí mismo, sino que dirá de todo lo que oiga" (Juan 16:13)

Una vez más, la Verdad que el Espíritu Santo hablará, y a la que guiará a los discípulos de Cristo, es una Verdad inefable y divina, que Él ha recibido del Hijo. Sin embargo, ¡esta es la misma verdad que el Espíritu mostró a los Apóstoles y que ellos predicaron con palabras humanas en todo el mundo conocido!

Estos ejemplos ilustran claramente los dos aspectos de la revelación de Dios y la distinción que hay entre ellos: la Verdad increada y eterna de la revelación de Dios, y las palabras y conceptos humanos creados con los que esta revelación es articulada con el objeto de hacerla accesible a la mente humana. Y esta es la misma distinción que existe entre el Nombre increado de Dios, es decir, la Verdad eterna relativa a Dios, y los nombres creados de Dios, o sea, las palabras y los conceptos humanos que la Iglesia nos ha enseñado a utilizar con el fin expresar la Verdad eterna acerca de Dios.

Es exclusivamente en el primer sentido, es decir, en el sentido de la Verdad increada acerca de Dios, que decimos que el Nombre de Dios es una Energía de Dios, porque toda revelación de Dios acerca de Sí mismo, cada Verdad relativa Dios, es Su propia Energía. Es en el último sentido, esto es, en términos del lenguaje humano, que los nombres de Dios son a la vez creados y temporales, son parte de este mundo y, ciertamente, no son una Energía de Dios.

El destacado profesor ruso y autor de libros sobre teología ortodoxa, Serge Verhovskoy, discute estos dos aspectos del Nombre de Dios, en su libro "Dios y el hombre":
"Una forma particular de la revelación de Dios es, para decirlo brevemente, la revelación de Dios en los Nombres Divinos. Un Nombre de Dios, en cuanto palabra humana, es, por supuesto, creado. (Es, por lo tanto, posible usarlo sin sentido alguno o "en vano." La identificación de un Nombre de Dios, en cuanto palabra [creada], con Dios mismo es una herejía que fue condenada por el Santo Sínodo de Rusia en el siglo XX.) Pero Dios mismo puede morar y actuar en él.
"El aspecto Divino de un Nombre de Dios es, por así decirlo, una Divina "autodefinición" o un pensamiento de Dios acerca de Sí mismo. La presencia de un principio divino en los Nombres Divinos se desprende de toda la actitud del Antiguo Testamento hacia Ellos. El Nombre de Dios es Santo, y Dios se santifica a Sí mismo en Su Nombre (Lev 22:32). Los hombres pueden ofender el Nombre de Dios por sus pecados (Am 2: 7). Dios actúa por el bien de su Nombre (Ez 39:7, 25) El Nombre de Dios es uno, grande y eterno, como lo es Dios mismo (Sal 9:2, 134:13, Zach 14: 9). Dios actúa a través de su Nombre (Sal 53:1). Si no hubiera nada divino en el Nombre de Dios, ¿cómo sería posible para nosotros bendecirlo, alabarlo y amarlo, adorarlo y servirlo, regocijarnos en él y ser perseguidos por su causa? Finalmente, es notable que Dios nos revele Sus Nombres (por ejemplo, Ex 3. 13-14, 6, 3). De esto se deduce que Ellos expresan la auténtica realidad divina.
"Dios, en Sus Nombres, está cerca del hombre (Salmo 75:1). La presencia de Dios es equivalente a la presencia del Nombre de Dios. El Nombre de Dios habita en toda la tierra y especialmente en Tierra Santa, en Israel, en Jerusalén, en el templo y en los individuos. Los Judios quisieron dar a sus hijos nombres en los cuales había un Nombre Divino (Ismael, Juan, Joaquín, Jesús, etc)
"Hay alrededor de cien Nombres Divinos en el Antiguo Testamento. Cada uno de ellos tiene su propio significado. Es posible incluir en ellos toda la teología del Antiguo Testamento. El Nombre Divino es "maravilloso" (Jue 13:. 17-18); es el "recuerdo de Dios" (Ex 03:15). Dios revela su Nombre a fin de que los hombres le conozcan (Ex 6: 3, 33:19; Jer 23:6). "

Más adelante, escribe:

"Él se nos revela en los Nombres Divinos, en las perfecciones y las acciones [es decir, Energías], que nos hacen conocer algo, no sólo sobre el Creador y la Providencia, sino también sobre Dios en Sí mismo, ... Él se manifiesta como el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo, como Unidad, Vida, Esencia, Bondad, Verdad, Belleza, Santidad, Amor, y como muchos otros atributos [es decir, Gracias y Nombres] que realmente le pertenecen, aunque de una manera distinta a la que somos capaces de imaginar."

El conocido jerarca griego, Metropolita Hierotheos Vlachos, concuerda y escribe:

"El nombre de Dios es la Energía de Dios. Es conocido por nuestra teología ortodoxa que Dios tiene Esencia y Energía. Incluso las cosas creadas tienen esencia y energía; el sol, por ejemplo, es un cuerpo celeste y emite su luz y su fuego es algo que se quema y emite energía, es decir, calor y luz. Pero Dios, puesto que Él es increado, es a la vez la Esencia increada y Energía increada; con respecto a Su Esencia, Dios es sin nombre y está más allá de todo nombre, pero con respecto a Sus energías, Él tiene muchos Nombres.
"Cada vez que Dios se reveló a los hombres, Él reveló una de Sus Energías, tales como Amor, Paz, Justicia o Filantropía. De esta manera Él entra en comunión con los hombres. Por esta razón también digo que los Nombres de Dios son Sus Energías. Cada vez que, en verdad, alguien menciona el Nombre de Dios con compunción, humildad, arrepentimiento, fe, etc, recibe conocimiento y experiencia de la Energía de Dios."

En Su Esencia, Dios es incognoscible y no puede ser comprendido o descripto por ninguna criatura. Su Esencia no tiene nombre, ninguno puede ser aplicado a la Esencia inefable.

Pero en Sus Energías, en Su Poder y Gloria, en Su Divina Gracia y Revelación, Dios se revela y se hace conocido en la medida en que el hombre es capaz de comprenderlo. He aquí lo que el Metropolita Filaret de Chernigov, un prominente teólogo de la Iglesia Rusa en el siglo XIX, dice con respecto al Nombre de Dios:

"El Nombre de Dios es el ser de Dios en el aspecto en que puede hacerse conocido."
(...)

Algunas herejías antiguas (por ejemplo, los eunomianos) no reconocieron la Divinidad de Cristo, pero sí afirmaron conocer la Esencia de Dios y, por lo tanto, le atribuyeron a la misma etiquetas hechas por el hombre. No obstante, los eunomianos fueron decididamente condenados por los Santos Padres y los Santos Concilios de la Iglesia.

Pero, contrariamente a lo que algunos afirman hoy, el Eunomianismo no es lo que nuestros santos, o los escritores de la Iglesia antes mencionados, enseñan. Nadie -absolutamente nadie- conoce la Esencia de Dios, ni nadie puede atribuir un nombre a esa Esencia.

A continuación, se citan varios textos bíblicos y patrísticos que confirman la enseñanza cristiana ortodoxa sobre el Nombre de Dios:

El Pastor de Hermas, un antiguo documento cristiano (c. 150 dC), dice: "El Nombre del Hijo de Dios es grande e ilimitado, y sostiene el universo entero". Los cristianos ortodoxos creen que sólo la gracia de Dios -es decir, sólo Dios mismo- es "ilimitada y sostiene el universo entero". Por lo tanto, está claro que aquí, el Pastor de Hermas equipara la gracia de Dios con el Nombre ilimitado del Hijo de Dios.

San Clemente de Roma hace lo mismo, cuando nos dice: "Fue por medio de Jesucristo, que Él nos ha llamado 'de las tinieblas a la luz ', de la ignorancia al reconocimiento de Su glorioso Nombre. [Concédenos, Señor], que podamos poner la esperanza en Tu Nombre, que es el origen de toda la creación". Una vez más, los cristianos ortodoxos creen que sólo la gracia de Dios -es decir, sólo Dios mismo- es "el origen de toda la creación". Es obvio, pues, que aquí San Clemente de Roma también identifica el "glorioso Nombre" con la Gracia de Dios.

San Cirilo de Alejandría hace exactamente la misma identificación cuando nos instruye:

"[Cristo] dice que sus discípulos deben mantenerse en el Nombre del Padre, es decir, en la Gloria y el Poder de Su Deidad."

El Salmo 19: 1 también identifica el Nombre con el Poder de Dios:

"El Señor te escuche en el día de la aflicción;
que el Nombre del Dios de Jacob te defienda ".

El Salmo 101: 15 nos dice exactamente lo mismo:

"Y las naciones temerán tu Nombre, oh Señor,
Y todos los reyes de la tierra se rendirán ante Tu Gloria ".

Aquí, de nuevo, vemos esta identidad de "Nombre" y "Gloria".
El Salmo 71:17 dice que Su nombre es "anterior al sol", es decir, anterior a la creación:

"Sea Su Nombre bendito por los siglos;
Anterior al sol, que Su Nombre persista".

El Synodicon de la Ortodoxia identifica la Gloria de Dios con Dios mismo, cuando se nos dice que esta Gracia, o Energía, o Luz, o Gloria y Poder, o Revelación, "emana inseparablemente de la Esencia de Dios", aunque es distinta de la Esencia . Es decir, esta Energía Divina, esta "Gloria y el Poder de Su Deidad" es Dios mismo.

San Gregorio Palamas afirma: "Cada Poder o Energía [de Dios] es Dios mismo." Este "Poder o Energía", que es Dios mismo, es "ilimitado" y "anterior a la creación".

En "La Guía", San Anastasio el Sinaíta expone el siguiente discurso:

"Pregunta: ¿La denominación "Dios" se refiere a la Esencia, a la Persona o a la Energía, es un símbolo o una metáfora?
"Respuesta: Está claro que [la denominación] "Dios" se refiere a la Energía. No representa a la Esencia misma de Dios, porque es imposible conocerla, sino que representa y revela Su Energía que puede ser contemplada".

El más grande Consejo hesicasta, el Concilio de Constantinopla de 1351, confirmó esta enseñanza en su extenso decreto dogmático, llamado Tomo Sinodal, al afirmar que la Energía de Dios "es llamada 'Deidad' por los santos". El Consejo también citó con aprobación la enseñanza de San Anastasio de que el nombre "Dios" se aplica a la Energía divina. San Gregorio Palamas firmó el Tomo del Concilio de 1351, y este Concilio también ratificó su Confesión escrita de la Fe Ortodoxa.

En sus escritos, San Gregorio Palamas se refiere tanto al Nombre increado de Dios (que es la Energía de Dios y por lo tanto Dios mismo) como a las palabras creadas (que no son una Energía de Dios), en las cuales, sin embargo, Dios mismo habita.  En su Homilía 53, por la Entrada de la Madre de Dios en el Santo de los Santos, San Gregorio Palamas afirma que el Santo de los Santos era "el lugar asignado solamente a Dios, es decir, el que fue consagrado como Su morada, y donde Él dio audiencia a Moisés, Aarón y a aquellos de sus sucesores que fueron igualmente dignos". San Gregorio Palamas afirma también, un párrafo antes en la misma homilía, que el Santo de los Santos fue "la morada, como David lo llama, del Santo Nombre" (Salmo 74: 7). La Gloria y Energía increada de Dios es llamada, por el Profeta David, como "Nombre" de Dios. El Santo de los Santos era la morada del "Santo Nombre" increado, que es lo mismo que "solamente Dios", según San Gregorio Palamas. En su "Confesión de la Fe Ortodoxa", San Gregorio Palamas también se refiere a la habitación de Dios en las palabras creadas de las Sagradas Escrituras, del mismo modo en que Él mora en los santos, los iconos, y la Cruz: "veneramos la forma benéfica de la honorable Cruz , los templos y lugares gloriosos y las Escrituras dadas por Dios, por el Dios que mora en ellos". Por lo tanto, según San Gregorio Palamas, Dios mora en las palabras santas (creadas), pero el "Nombre" (increado) de Dios (Sal 73:7) es "solamente Dios".

San Juan de Kronstadt está de acuerdo con los textos escriturales y patrísticos anteriores: "su Nombre es Él [Dios] mismo" y "El Nombre de Dios es Dios mismo."

El Nombre de Dios, por lo tanto, debe entenderse de dos sentidos: 1) en su sentido divino y eterno, cuando se trata de una Energía de Dios; y 2) en su sentido humano y creado, cuando, ciertamente, no es una Energía de Dios.

En conclusión, vemos, por lo tanto, que, desde muchas fuentes, antiguas y nuevas, la voz de la Iglesia sigue resonando claramente en este tema.

Fuente: http://www.thewonderfulname.info/



martes, 24 de enero de 2012

La luz increada de la Transfiguración

"Y a causa de ese don de la gracia divina sobrenatural consistente en la infusión del aliento de vida, Adán podía ver y oír a Dios paseándose por el jardín y comprender sus palabras, así como la conversación de los ángeles y el lenguaje de todas las bestias de la tierra, las aves del cielo y los reptiles; todo lo que ahora está oculto para nosotros, pecadores, por la caída, todo eso era claro y comprensible para Adán antes de la caída."

San Serafín de Sarov


En el año 1330, arriba a Constantinopla un monje calabrés llamado Barlaam, miembro de la Iglesia Ortodoxa pero muy influenciado por ciertos aspectos desviados de la teología de occidente, la filosofía platónica y el humanismo que comenzaba a emerger en esta época en los ambientes intelectuales de su tierra natal. Su intención era conocer más de cerca los fundamentos de la tradición cristiana oriental, es decir, las bases espirituales de la propia Iglesia a la que pertenecía, de los que había tomado una cierta distancia a raíz de las corrientes culturales de las que estaba embebido. Se encontraba especialmente interesado en el apofatismo, en la llamada teología negativa cuyo desarrollo se remonta a las primeras épocas de la patrística griega, pero su enfoque estaba gravemente condicionado por las tendencias racionalistas propias de una formación filosófica deudora de la asimilación parcial y sesgada del pensamiento neoplatónico que se pretendía independiente de la enseñanza revelada. Consideraba en realidad una via negationis en la que la incognoscibilidad divina oscila peligrosamente entre el agnosticismo y el límite impuesto por la capacidad finita del conocimiento humano. Las respuestas a sus formulaciones llegaron inmediatamente de la mano de Gregorio Palamas, un joven monje del Monte Athos nacido en el seno de una familia noble originaria de Asia Menor, portavoz indiscutido de la tradición y años más tarde convertido en uno de los grandes santos venerados por la Iglesia de Oriente, quien afirmaba contundentemente la posibilidad de un conocimiento real y efectivo de Dios en la revelación que desciende eternamente hacia el mundo por la mediación de Su gracia.

Con intenciones de conocer de cerca el ambiente del que había surgido dicha respuesta, Barlaam tomó contacto con los monjes griegos que preservaban intacto el depósito espiritual de la tradición hesicasta que había llegado hasta ellos a través de una larga cadena de transmisión oral y escrita de las enseñanzas originadas en los primeros siglos de la era cristiana. Sin embargo, la ignorancia y los prejuicios que acompañaban su soberbia racionalista no le permitieron comprender la naturaleza ni los fundamentos auténticamente metafísicos de sus prácticas, en ocasiones acompañadas de precisas técnicas psicofísicas de control de la respiración, fijación de la mirada, concentración mental -que no presentan sino, como algunos maestros espirituales advierten, un carácter auxiliar en cuanto soportes externos que conducen a la contemplación interior- asociadas a la recitación incantatoria de la oración del corazón, y es por eso que los acusó de quietistas y de haber caído en la herejía mesaliana que pretendía conocer al Dios oculto, al Absoluto, a través de los sentidos carnales. Sostenía, por el contrario, en su estrecha concepción antropológica que todo el conocimiento posible debe ser atribuido a las facultades cognitivas naturales, por lo que el hombre está consecuentemente imposibilitado en condiciones normales de obtener un conocimiento efectivo de la realidad divina; por lo tanto, la práctica de la oración contemplativa debía apuntar a un retiro del intelecto, una escición respecto del cuerpo, acompañada por una mortificación de la parte pasiva del alma, para alcanzar en el éxtasis final, en una salida fuera de sí, la comunión imperfecta con un Dios que permanece siempre incognoscible, y todo lo que se pueda decir de Él no tiene más que un carácter meramente especulativo y simbólico. Estos ataques a la espiritualidad hesicasta suscitaron un encendido debate que tuvo nuevamente como principal protagonista a San Gregorio Palamas, quien refutaba los postulados anteriores apoyándose en la doctrina metafísica cristiana en la que se había formado, pues, lejos de despreciar el soporte corporal, que es necesariamente el punto de partida para toda realización posterior, y de buscar un estado extático cualquiera, enseña que los esfuerzos deben conducir a una concentración del intelecto dentro del cuerpo o, mejor dicho, dentro del hombre en su totalidad, porque es el cuerpo lo que hace al hombre "más a imagen de Dios" que los propios ángeles, pues el espíritu unido al cuerpo posee una energía vivificante con la que lo anima, así como, análogamente, la verdadera vida le es concedida a éste por el Espíritu divino. Como él mismo señala: "Nuestro cuerpo no tiene en sí mismo nada de malo; es bueno por naturaleza; sólo existe algo dañoso en él: el espíritu carnal, el cuerpo prostituido al pecado. El mal no viene de la carne sino de aquél que la habita. El mal no consiste en que el espíritu habite en el cuerpo sino más bien en que la ley opuesta a la ley del espíritu se ejercite en nuestros miembros. He aquí por qué nos rebelamos contra la ley del pecado y la expulsamos del cuerpo para introducir en él la autoridad del espíritu." [1] Pero, entiéndase bien, el "alma razonable", siendo inmaterial, no se la considera restringida y encerrada en el cuerpo: "En cuanto a nosotros, sabemos a ciencia cierta que nuestra alma razonable no está dentro de nuestro cuerpo como estaría en un recipiente -puesto que es incorporal- pero tampoco fuera -puesto que está unida al cuerpo-, sino que está en el corazón como en su órgano" [2], entendiendo aquí al corazón, como lo han hecho tradicionalmente los Padres, no sólo como órgano físico, sino principalmente como el centro ontológico de la individualidad humana y el punto de acceso a los estados superiores, lo cual tiene importantes conscuencias teóricas y prácticas que no desarrollaremos en esta ocasión, pero podemos intuir al menos que las acciones y reacciones de cada parte del cuerpo pueden estar dotadas, en un contexto adecuado, de un carácter legítimamente ritual.

En cuando a las posibilidades de un conocimiento progresivo y efectivo de Dios, el sabio athonita explica, inspirándose doctrinalmente en Gregorio de Nisa y en Dionisio el Areopagita, que debe establecerse una distinción entre la supraesencia inaccesible, incognoscible e incomunicable de Dios y las energías u operaciones divinas, que son fuerzas naturales e inseparables de la esencia, en las que lo divino se manifiesta teofánicamente; puede concluirse entonces que la Deidad, permaneciendo oculta en Sí misma, se da a conocer misteriosamente a las criaturas a través de sus energías increadas. Ésto chocaba directamente con la filosofía profana de Barlaam, según la cual, siendo Dios únicamente puro acto, no podía admitirse algo que sea Dios y al mismo tiempo diferente de su propia esencia, por lo que las energías en las que el Ser divino es participado deberían ser o bien el propio Dios, en cuanto acto, o bien productos exteriores, efectos creados y causados por la propia esencia, una gracia creada y naturalmente limitada, determinada en el orden mismo de la Creación, que impediría la debida articulación entre la finitud humana y el Infinito incognoscible. Pero las energías no son una presencia operativa de la causa divina, no son producidas de la nada como las criaturas; son los desbordamientos eternos que fluyen desde la supraesencia de la Trinidad trascendiendo su propia trascendencia; Dios no está aminorado en ellas, sino que se encuentra totalmente presente en cada rayo que participa de su inefable divinidad. Las energías, las gracias increadas, son los Nombres por los que el Inmanifestado se revela a nosotros, comunicándose por el Hijo en el Espíritu. En palabras del teólogo ruso Vladimir Lossky: "Las energías revelan los nombres innumerables de Dios, según la enseñanza del Areopagita: Sabiduría, Vida, Poder, Justicia, Amor, Ser, Dios, y una infinidad de otros nombres que permanecen desconocidos para nosotros, pues el mundo no puede contener la plenitud de la manifestación divina que se revela en las energías, de igual modo que no podría contener los libros, si se escribiera cuanto había hecho Jesús, en palabras de san Juan (21, 25). Al ser los nombres divinos innumerables, como las energías, la naturaleza que revelan permanece anónima, incognoscible; tiniebla oculta por la profusión de la luz." [3] Son los atributos de Dios, pero comprendidos como donaciones dinámicas y concretas de lo divino, y no como los conceptos formulados racionalmente por una teología abstracta y especulativa.

Ahora bien, desde esta perspectiva, la simplicidad divina es antinónica y no podría fundarse en el concepto de una "esencia simple", es decir que su naturaleza esencial -aunque aquí ya no sea del todo adecuado hablar de "naturaleza" en el sentido que comúnmente se le da a este término- no es inaccesible sólo porque lo simple escapa a nuestro modo de conocer ligado a lo múltiple, sino que Su incognoscibilidad es más absoluta, más radical, y sobrepasa la esfera del Ser; por eso el Areopagita prefiere hablar no ya de la Unidad, sino de la Trinidad, un nombre "más sublime" que no excluye la distinción pero tampoco admite separación ni división en lo Divino, porque la Trinidad no es lo Uno ni lo múltiple, sino que sobrepasa toda antinomia concebible. Como diría Nicolás de Cusa, ese incomparable faro de occidente que tanto en común tiene con los orientales:

"A aquel principio no le conviene ni el nombre de la unidad, ni el de la singularidad, ni el de la pluralidad o el de la multiplicidad, ni cualquier otro nombre nombrable o inteligible por nosotros, ya que allí el ser y el no ser no se contradicen" [4]


Siendo el Padre, que no es conocible sino a través del Hijo, la fuente única de la Divinidad de la que procede el Espíritu y de la que el Verbo es engendrado, la naturaleza divina y las Personas son establecidas simultáneamente sin que exista precedencia lógica ni ontológica entre ellas, pero sin que haya por otro lado, una confusión entre el Absoluto y el Dios personal nacido eternamente en el seno de su oscuridad luminosa; distinción salvada precisamente por el apofatismo. Y es esa generación eterna de la Persona divina el arquetipo ejemplar de la elevación del hombre a su genuina personalidad espiritual, pues estrictamente podemos decir, siguiendo a Paul Evdokímov, que sólo en Dios existe la Persona y sólo Él personaliza a toda persona humana situándola en su verdad, en su arquetipo eterno:

"La persona se hace transcendiéndose hacia Dios. A este nivel, la persona en cuanto hipóstasis no nos pertenece en propiedad: la recibimos en la comunión con Dios; está 'identidada por la gracia', según la expresión de san Máximo. La Hipóstasis del Verbo es el lugar de la unión de lo divino y de lo humano. La 'persona' de todo ser humano se hace 'hipóstasis', cuando también y a imagen de Cristo es el lugar de la comunión entre Dios y el hombre, cuando 'enhipostasía' la existencia teándrica 'divino-humana'. 'El hombre, decía san Basilio, es una criatura que ha recibido la orden de hacerse dios'; lo que significa hacerse hipóstasis de su ser deificado. Según san Máximo, la persona está llamada 'a unir por el amor la naturaleza creada con la naturaleza increada' (las energías deificantes)."[5]

Pero el hombre es capaz de alcanzar este grado de realización espiritual, la suprema theosis que lo convierte en dios por participación, porque además de estar creado a imagen y semejanza de Dios, conteniendo potencialmente en sí mismo los Cielos y la Tierra, en su estado primordial recibió la energía increada del Espíritu, esto es, el soplo del Padre sobre el rostro de Adán que le infunde el "espíritu de vida" y lo hace partícipe de la gloria y el esplendor divinos; la caída edénica presupone una perturbación en la constitución de la naturaleza humana y la consecuente pérdida de este don, lo que equivale a una muerte espiritual; pero éste será recuperado, desde el punto de vista cristiano, por la actualización del influjo espiritual transmitido virtualmente por la gracia bautismal. Y en este ascenso espiritual, el hesicasta participará progresivamente, cada vez con mayor plenitud, en la llama deificante del Espíritu que desciende directamente hacia él desde el trono invisible del "Padre de las luces", pero sin que la corporalidad se vuelva un obstáculo, pues el cuerpo en su trabajo ascético y ritualístico deberá ser purificado y espiritualizado obteniendo interiormente las facultades espirituales que le permiten al sujeto contemplar objetivamente, identificándose a su vez con el objeto de la visión, la manifestación epifánica de las luces eternas en una experiencia que desborda la separación entre lo inteligible y lo sensible, convirtiéndose él mismo en luz; San Gregorio Palamas afirmará que "si el cuerpo debe tomar parte con el alma en los bienes inefables del siglo futuro, es cierto que debe participar de ellos, en la medida de lo posible, desde ahora... Porque también el cuerpo tiene la experiencia de las cosas divinas cuando las fuerzas pasionales del alma se encuentran no muertas, sino transformadas y santificadas." [6] Ésta es la luz que resplandece en el "día octavo", el anticipo de la Parusía, el fulgor del Rostro luminoso de Dios; es la misma luz divina, increada y eterna, que contemplaron con sus ojos de fuego los discípulos de Cristo en el Monte Tabor; éste es el misterio de la Transfiguración.






Referencias:

[1] AA.VV., "La Filocalia de la oración de Jesús", ed. Lumen, 1º ed., 1979, Buenos Aires, Argentina.
[2] Ibídem.
[3] Vladimir Lossky, "Teología mística de la Iglesia de Oriente, ed. Herder, 1º ed., 2009, Barcelona, España.
[4] Nicolás de Cusa, "Diálogos del Idiota", ed. EUNSA, 1º ed., 2001, Pamplona, España.
[5] Paul Evdokímov, "El conocimiento de Dios en la tradición oriental", Ediciones Paulinas, 1º ed., 1969, Madrid, España.
[6] Vladimir Lossky, op. cit.