LUZ TABÓRICA

Luz Tabórica
"No hay más que una sola y misma luz divina: la del Tabor, la contemplada por las almas purificadas desde ahora, la de la parusía y los bienes futuros."

San Gregorio Palamas


lunes, 30 de diciembre de 2013

Sophia Perennis

"En efecto, se puede demostrar que todos juntos, griegos y bárbaros, en cuanto que aspiran a la verdad, han participado del Logos verdadero, unos en no pequeña medida, otros en cambio parcialmente, según el caso. La eternidad contiene en sí misma y en un instante el pasado, el presente y el futuro; sin embargo, la verdad es más capaz de reunir sus propias semillas que la eternidad, aunque estén sembradas en tierra extranjera. En efecto, encontraríamos numerosísimas opiniones en las escuelas (aquellas que no están enteramente embotadas ni tienen amputado el orden natural, como el harén de mujeres que suprime la razón del varón), aunque parezca que son diferentes por otras cosas, sin embargo confiesan pertenecer a la misma familia y tener toda la verdad. Forman un único todo como miembro, como parte, como especie, como género. De igual manera, la cuerda más alta [de la lira] se opone a la más baja, pero de ambas resulta una única armonía musical; y como el número par es diferente del impar, y sin embargo ambos son necesarios en la aritmética; lo mismo que han sido concebidos en la geometría el círculo, el triángulo, el cuadrado y el resto de las diferentes figuras. También en el universo las partes todas, aunque difieran unas de otras, conservan entre sí una relación respecto al todo. Así también, tanto la filosofía bárbara como la griega constituyen un fragmento de la verdad eterna, no la del mito de Dioniso, sino la de la teología del eterno Logos. Mas quien reúne de nuevo lo que se ha diseminado y reconstruye la unidad podrá contemplar con seguridad al Logos, a la Verdad.

Está escrito en el Eclesiastés: He crecido en sabiduría más que todos los que han nacido antes que yo en Jerusalén; mi corazón conoce muchas cosas: sabiduría y gnosis, porque conoce las parábolas y la ciencia. Pues también eso es voluntad del Espíritu, puesto que en la abundancia de la sabiduría está la abundancia de la gnosis. [1] Quien es versado en toda clase de sabiduría, ése será gnóstico con pleno derecho. También está escrito: La ventaja de la gnosis de la sabiduría da vida al que la posee. [2] Y nuevamente, para consolidar aún más lo dicho, está la cita siguiente: Todo es accesible a los [hombres] inteligentes (y todo se refiere a lo griego y a lo bárbaro, pues lo uno sin lo otro no es todo), y es también recto para los que desean llevar consigo la inteligencia. Pereferid la educación y no la plata, y preferid la gnosis al oro acrisolado; preferid también la inteligencia al oro puro; porque la sabiduría vale más que las piedras preciosas, y no puede compararse a ella cuanto hay de codiciable. [3]"

San Clemente de Alejandría, "Stromata" I, 57.2-58.4





"He dicho también: «En el tiempo presente la religión cristiana es aquella cuyo conocimiento y práctica trae con toda seguridad y certeza la salvación»; esto lo dije según el nombre, no según la realidad misma que ese nombre significa. Porque la misma realidad, que se llama ahora religión cristiana, existía ya en los antiguos ni ha faltado nunca desde el origen del género humano hasta que vino el mismo Cristo en la carne, por quien la verdadera religión, que ya existía, comenzó a llamarse cristiana."

San Agustín de Hipona, "Retractaciones" I, 13.3





"Pero sabes, Señor, que no puede haber una gran multitud sin mucha diversidad y que casi todos los hombres se ven obligados a llevar una vida llena de tribulaciones y miserias y a estar sometidos a los reyes que gobiernan. Son pocos los que gozan del ocio necesario para que, en uso de su libertad, puedan profundizar en el conocimiento propio. Se dejan absorber por las muchas preocupaciones corporales y otras obligaciones, de modo que no pueden buscarte a Ti, Dios escondido. Por esta razón, pusiste al frente de tu pueblo a diferentes reyes y videntes, llamados profetas, la mayoría de los cuales en virtud de tu mandato han establecido en tu nombre el culto y las leyes e instruido al pueblo ignorante. Aceptaron estas leyes como si Tú mismo, Rey de reyes, hubieras hablado con ellos cara a cara, creyendo así que no era a ellos sino a Ti a quien escuchaban. Enviaste a diversas naciones diferentes profetas y maestros, según diferentes épocas. Ahora bien, es propio de la condición terrena del hombre defender como verdaderas las costumbres practicadas desde antiguo, que han pasado a ser consideradas como parte de la naturaleza. Esta es la razón de que sobrevengan no pocas disensiones cuando cada comunidad prefiere su propia fe a la ajena.

Acude en nuestra ayuda, pues sólo Tú tienes poder. Por Ti, el único a quien se venera en todo aquello que todos parecen adorar, es por quien se mantiene esta rivalidad. En todo lo que cada uno parece apetecer no apetece otra cosa sino el bien, que eres Tú, y ninguna otra cosa busca en su esfuerzo intelectual sino lo verdadero, que eres Tú. ¿Qué busca el viviente, sino vivir y el existente, sino ser? Por tanto, Tú que das la vida y el ser, eres el que pareces ser buscado de modo diferente por las diversas religiones y nombrado con diferentes nombres, pues permaneces para todos desconocido e inefable en tu verdadero ser. Tú, poder infinito, no eres sin embargo nada de lo que creaste, ni puede la criatura comprender tu infinitud, pues no hay porporción alguna de lo finito a lo infinito. Tú, omnipotente Dios, invisible a toda inteligencia, puedes hacerte visible a quien quieres, de modo que puedas ser comprendido. No permanezcas oculto más tiempo, Señor; sé propicio y muestra tu rostro, para que se salven todos los pueblos y no puedan ya olvidar la fuente de la vida y su dulzura apenas pregunstada. Porque sólo te abandona quien te ignora.

Si te dignas actuar así, cesarán las guerras, el odio y todo mal y todos conocerán que no hay más que una sola religión en la diversidad de ritos."

Nicolás de Cusa, "La paz de la fe" I, 4-6








[1] Qo. 1, 16-18.
[2] Qo. 7, 12.
[3] Pr. 8, 9-11.

lunes, 23 de diciembre de 2013

El eterno nacimiento del Niño divino

"Cuando Dios yacía oculto en el seno de una virgen, entonces el punto contuvo al círculo."

"Dices que lo grande no puede estar en lo pequeño, que al cielo no se lo incluye en el punto de la tierra. Ven, ve al Niño de la Virgen: verás en la cuna descansar el cielo, y la tierra, y cien mundos."

Angelus Silesius

"El gran misterio de la encarnación, siempre queda como tal; no sólo en el sentido que se manifiesta en la medida de la capacidad de los que son por Él salvados, y por tanto, respecto de esto es más lo que todavía no se ha visto de lo que ha sido manifestado; pero también porque lo que ha sido revelado queda todavía del todo escondido y de ningún modo se conoce como es. Que no parezca extraño lo que digo. En efecto, siendo Dios más allá de la esencia y trascendiendo también cualquier sobresubstanciación, cuando quiso venir en una esencia, entró en ella de modo de trascender la esencia. Por tanto, si bien trascendiendo al hombre, en su amor por el hombre se ha hecho verdaderamente hombre tomando la sustancia humana, pero el modo en que se hizo hombre queda absolutamente sin revelar porque, precisamente, se ha vuelto hombre trascendiendo al hombre."

San Máximo el Confesor


 
 
En la misteriosa oscuridad de la gruta, en el centro la montaña cósmica, en el punto invisible desde donde se eleva el Eje del mundo, en el silencio de la noche que concentra todas las palabras, cobijado por los brazos de la Madre Santa, revestido por un resplandor supraluminoso que extasía a los Serafines en un canto de amor, en el tiempo eterno, en el instante primero, como en el principio, ahora y siempre, el Niño divino reposa sereno, con la inaprehensible dignidad del Rey. Las jerarquías angélicas se deslumbran, se estremecen y se inclinan reverentes ante el espectáculo sublime, ante el misterio inconcebible: el mundo es contemplado nuevamente por los ojos del Hombre Universal.





¡Felicidades!




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martes, 17 de diciembre de 2013

Hierro y fuego: el misterio de la persona

"Creen en Cristo los que creen en su propia divinización."

Archimandrita Sophrony

"Cuando soy hijo de Dios, quien entonces puede verlo contempla al hombre en Dios y a Dios en el hombre."

Angelus Silesius

"La persona no es el ser o una parte del ser: es espíritu, libertad, acto. Así es también Dios: espíritu, libertad, acto, y no ser."

Nikolai Berdiaev


San Máximo el Confesor ha insistido reiteradamente en sus obras en la distinción que debe darse entre las dos voluntades en Cristo, de acuerdo a su doble naturaleza y en consonancia con la duplicidad de sus operaciones.  Pues, siguiendo la tradición de los Padres que lo precedieron, afirma que su naturaleza humana no es absorbida completamente por la naturaleza divina, tal como podría entenderse desde una perspectiva monofisita, ni existe una separación radical entre Jesús y el Logos, esto es, entre el hombre y Dios, como si se tratara de dos "personas" diferentes, cada una identificada con su propia sustancia, que se unen gradual y progresivamente en un acuerdo o yuxtaposición de voluntades como resultado de la libre elección del hombre y de la inhabitación divina.

Ahora bien, lo que debemos resaltar aquí es que la posición de San Máximo es un abierto rechazo a todo tipo de sustancialismo, puesto que la persona no debe confundirse con la sustancia, del mismo modo en que las tres hipóstasis divinas no han de confundirse con la esencia única de la divinidad. Esto significa que lo que garantiza la unicidad en Cristo como un ser particular y al mismo tiempo universal, no es la negación de su operación y de su voluntad humana ni una yuxtaposición progresiva de voluntades, sino su persona, que no puede ser condicionada por la doble naturaleza.

"Es, por tanto, evidente que no puede destruirse la substancia, eliminando la voluntad natural y las operaciones propias de la misma, so pretexto de salvaguardar la unidad. Ésta no queda comprometida en modo alguno, sino que constituye la referencia única de cuanto tiene que ver con la persona." [1]

Detengámonos por un momento en este punto, pues la noción de persona ha sido muchas veces incomprendida y distorsionada en el pensamiento occidental, incluso en ciertas corrientes filosóficas denominadas "personalistas". Como señala Teodoreto de Ciro, mientras que en la filosofía griega clásica no hay gran diferencia entre las nociones de ousía e hipóstasis -más tarde identificada con "persona" (prosopon)-, pues el primer término designa "lo que es", en tanto que el segundo se refiere a "lo que subsiste"; para los Padres, en cambio, al profesar la fe en el Dios uno y trino, entre ousía e hipóstasis reconocieron la misma diferencia que hay entre lo común (o general) y lo particular, respectivamente. [2] En el primer caso, partimos de una ontología sustancialista que confunde el ser con la sustancia; y si bajo estas premisas afirmamos que el ámbito de la manifestación es verdaderamente real, y no una simple ilusión o una pura apariencia, esto sólo puede ser consecuencia de su participación en el verdadero Ser, que en este caso es Dios, por lo que ha de reconocerse entre ambos un vínculo ontológico que convierte al acto creador en una acción obligada y sujeta a la necesidad por las condiciones preexistentes derivadas de la misma sustancia, con lo que el mundo adquiere una identidad divina en unión con su principio. Por el contrario, de acuerdo a la perspectiva patrística que toma como base la doctrina bíblica de la Creatio ex nihilo, el Arché, el Principio Supremo, se identifica no con la naturaleza divina, sino con la Persona -concretamente con la persona del Padre, el origen causal de las otras dos-, que es absolutamente incondicionada en una alteridad radical respecto al ser de la creación que emerge de la nada, pues el ser ya no procede del Ser, sino de un acto libre de la voluntad divina que es causa de alteridad y posibilidad de ser. En palabras del teólogo ortodoxo Ioannis D. Zizioulas:

"El ser divino no carece de causa, es decir, no se explica en sí mismo ni es, por tanto, un ser necesario. Su origen descansa sobre una persona libre; se atribuye a una persona concreta que es Unidad en la pluralidad y, al mismo tiempo, Única que, en su capacidad radical como persona distinta, al tiempo que inconcebible sin el resto de personas totalmente otras, es causa de alteridad y posee contenido ontológico. De no ser por la idea del Padre como causa, el ser divino se consideraría lógicamente necesario y autoexplicable, y en el cual ni la alteridad ni la libertad jugarían papel alguno." [3]

De aquí se sigue que lo que garantiza la comunión entre el ser de Dios y el ser de la creación, es decir, lo que sostiene al mundo en su realidad a pesar de la distinción "abismal" con la Causa, no será ya una "afinidad ontológica" entre el Creador y su creatura, que ahora es por naturaleza contingente, sino la presencia omniabarcante de la persona del Logos que reúne en Sí mismo, hipostáticamente -en el mismo modo en el que se une con la naturaleza humana-, la multiplicidad con la Unidad y lo perecedero con lo Eterno, permaneciendo a su vez totalmente libre e independiente de la naturaleza creada.

De esto podrá deducirse entonces que la noción de persona, considerada en su aspecto más elevado, no es algo que pueda ser definido afirmativamente, pues está por encima de todo lo que es, sino que sólo podremos hablar con propiedad de ella si lo hacemos en forma apofática. Es así como debe entenderse, en términos negativos, la relación intratrinitaria y la identidad de cada persona, pues, como tradicionalmente se enuncia: el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo, el Hijo no es el Padre ni es el Espíritu Santo, el Espíritu Santo no es el Padre ni es el Hijo.

Asimismo, todo lo que puede ser enunciado afirmativamente de Cristo, tanto en lo que concierne a sus atributos humanos como a sus atributos divinos, corresponderá no a la persona, sino a las dos naturalezas. En uno de sus opúsculos, el santo Confesor nos dirá:

"Cristo no es mortal ni inmortal según la persona, o no impotente u omnipotente, visible o invisible, creado o increado. Sino que es una cosa u otra según la naturaleza. Y, por decirlo simplemente, no por oposición de la voluntad, sino como propiedad de la naturaleza. Único, como antes he dicho, es Cristo, pero tiene por naturaleza las características de ambas sustancias." [4]

Pues bien, volviendo al planteo inicial, para explicar cómo las dos voluntades de Cristo pueden conjugarse enteramente en una operación "divino-humana", según la expresión del Areopagita, San Máximo tomará como referencia las obras de San Gregorio Nacianceno, quien afirma que la voluntad humana no se opone en modo alguno a la voluntad divina, pues está "divinizada por entero".

"Así, pues, según este divino maestro, poseía una voluntad humana. Pero tal voluntad humana no se oponía a la de Dios en modo alguno. No era en Él una simple capacidad de elección, sino la voluntad propia de la naturaleza, configurada y movida siempre por Dios, por su divinidad según la esencia, con miras al cumplimiento de su proyecto salvador. Una voluntad enteramente divinizada por la sumisión y la aceptación del querer del Padre. Voluntad divinizada, con razón llamada así, pero no por la naturaleza, sino por la unión. De suerte que el hecho de ser una voluntad completamente divinizada no le hacía perder sus propiedades naturales. Al decir "divinizada por entero", demostrando la unión de su voluntad humana con la divina y paterna, el maestro eliminó completamente en el ministerio de Cristo cualquier contradicción y también a quienes quieren admitirla. Por otra parte, al decir "su voluntad", enseñaba la actividad propia de su voluntad humana, distinta esencial y naturalmente de su voluntad divina y de la del Padre, y así desechó cualquier confusión y toda falsa representación de este misterio." [5]

Aquí resuena una clave de la enseñanza de San Máximo: la diferencia y la alteridad no implican separación.

Si aún cabe preguntarse cuál es el motivo por el que tantos sabios cristianos de los primeros siglos se vieron envueltos en sutiles y fervorosas disquisiciones cristológicas que llegaron a defender hasta con sus propias vidas, la respuesta se nos aparecerá con una claridad sobrecogedora: lo que estaba en juego en estas disputas era nada menos que la salvación y la realización espiritual de los hombres, pues toda cristología es también en el fondo, en su dimensión más profunda, una antropología espiritual y una soteriología.

En efecto, se dirá que lo que aquí se afirma de Cristo, en su condición de Verbo encarnado, corresponde a un modo de ser que no tiene correlación directa con el estado de un hombre ordinario. Esto es en parte cierto, pues sólo Él es Dios por naturaleza, pero no olvidemos que, como hombre divinizado, era semejante en todo en todo a nosotros, excepto en el pecado.

Cristo, como hombre, sólo puede alcanzar una identidad personal en términos ontológicos porque ambas naturalezas "son", es decir, adquieren su ser, al estar particularizadas en una  persona. Como enseña San Máximo, esta persona no puede confundirse con un individuo, "en el sentido de que no es el término último de un proceso que desde la definición más general llega hasta lo más particular, que atribuye al individuo las cualidades de la especie". [6] Por el contrario, en Cristo, lo general se subordina a lo particular, que adquiere primacía ontológica y metafísica. Luego, la identidad, es decir, el "Quién" de Cristo, no es otro que el Hijo, el Logos, la segunda Persona de la Santísima Trinidad; en Él las naturalezas humana y divina donan sus cualidades a la identidad sin que ésta dependa, en un sentido ontológico primario, de dichas cualidades. El hombre, en tanto que individuo, es decir, mientras se encuentre completamente identificado con su ego, con su "yo" exterior como el límite último de su determinación en este mundo, a diferencia de Cristo, no puede adquirir una particularidad ontológica ni una identidad personal al ser completamente dependiente de su naturaleza y de las cualidades de la especie. Deberá por lo tanto morir como individuo para liberarse de sus condicionamientos naturales y renacer en una filiación divina, fundando su ser en la relación Padre-Hijo, al entrar en la comunión intradivina del Logos. En este sentido, Ioanis D. Zizioulas señala:

"Para que el hombre acceda a esta ontología de la persona necesita adoptar una actitud de libertad frente a su propia naturaleza. Si el nacimiento biológico nos proporciona una hipóstasis que depende ontológicamente de la naturaleza, nos encontramos ante la necesidad de un "nuevo nacimiento" para hacer experiencia de una ontología personal. Dicho "nuevo nacimiento", que representa la esencia del bautismo, no es otra cosa que la adquisición de una identidad no dependiente de las cualidades de la naturaleza, sino liberada de ella para poder acceder a una existencia hipostática idéntica a la que se da en la relación Padre- Hijo. Si el bautismo otorga "filiación", su significado ontológico consiste en que la identidad del hombre queda ahora enraizada no en las relaciones que proporciona la naturaleza, sino en la relación increada del Padre con el Hijo." [7]

No hace falta aclarar que, de manera general, el bautismo es recibido por el común de los hombres en forma virtual; el objetivo de la vía espiritual será entonces la actualización efectiva de esta gracia bautismal que otorga la filiación divina tras la muerte y el renacimiento del neófito, primero psíquico y después espiritual. De este modo y llevado hasta las últimas consecuencias, tal como lo expresa Thomas Merton, "el hombre interior muere y renace para unirse a Dios hasta el punto de que los dos son uno y no existe separación alguna entre ambos, salvo la de la distinción metafísica de las naturalezas." [8]

Pero, si recordamos lo explicado al comienzo sobre la personeidad divina, ¿en qué términos el hombre puede llegar a ser también una persona? La identidad personal en el hombre, que es el lugar donde se realiza la unión de su naturaleza creada con el fuego deificante de la las energías increadas, es nada menos que la imagen de Dios que reposa en el fondo de su alma, y como tal, sólo es posible hablar propiamente de ella, como de Dios, apofáticamente, pues todo lo que puede ser definido y clasificado con categorías abstractas y en comparación con otros miembros de la especie corresponde al individuo. No existe, en sentido estricto, una "persona humana", pues, como ya dijimos, no se identifica sustancialmente con la naturaleza, sino más bien una persona "divino-humana" que se actualiza, desvelándose en su misterio abismal, al participar en la personeidad divina y compartir el mismo "modo de ser" de la Santísima Trinidad, abriéndose al infinito y reafirmando, simultáneamente, la preeminencia metafísica de lo particular sobre lo general. El teósofo ruso Nicolás Berdiaev, lo explica así:

"Sólo la persona es capaz de tener un contenido universal, de ser un universo en potencia bajo una forma individual. Ese contenido universal es inaccesible a todas las demás realidades del mundo histórico y natural, cuya característica consiste en no ser sino partes. Ahora bien: la persona no es una parte y no puede ser una parte de un Todo cualquiera, aun cuando ese Todo fuese el inmenso mundo entero. Eso es lo que constituye el principio esencial de la persona, su misterio. En la medida en que el hombre empírico forma parte de un Todo social o natural, se halla englobado en él, sin que su persona se encuentre también subordinada a ese Todo. (...) La persona (...) tiene ante sí el infinito, y a medida que se revela a sí misma trata de darse un contenido infinito. Pero, al mismo tiempo, la persona es inconcebible sin forma ni límite; no se confunde con el mundo que la rodea, no se disuelve en él. La persona es un universo bajo una forma individual, que no se repite jamás. Reúne en sí por una parte, lo universal y lo infinito; lo particular y lo individual, por otra. En eso consiste la aparente contradicción en la existencia de la persona. Lo que constituye la persona es lo que no le es común con los demás, y eso es lo que contiene lo universal en potencia." [9]

Podemos ver ahora que el modo en el que Cristo diviniza su humanidad y, por eso mismo, su voluntad y sus operaciones humanas, se corresponde, al menos hasta un cierto grado, con la "unión sin confusión" que el hombre alcanza y recibe por la gracia al ser transformado y liberado de sí mismo en la deificación: convertido en Dios por participación, identificado plenamente con Él, no anula su naturaleza ni sus operaciones, sino que, por la aniquilación de su propia aniquilación, renace como "hijo en el Hijo", en una comunión personal y directa con el Padre, sin mediación ni división entre sujeto y objeto, ya que el misterio de la persona "reside en su infinito subjetivismo". [10]

No nos extrañará entonces que San Máximo, para describir la acción "divino-humana" de Cristo utilice una figura simbólica que será empleada tradicionalmente para referirse, por analogía, a la divinización del ser humano:

"Mas, en cualquier caso, si careciera de voluntad natural, ¿cómo podría ser perfecto hombre el Verbo encarnado? Que la carne animada racional e intelectualmente haya sido plenamente divinizada por su unión con Dios no significa que se mengüe la realidad de la substancia, como tampoco la plena y total mezcla del fuego con el hierro elimina la realidad propia de éste. El hierro recibe la cualidad del fuego, pues gracias a la unión con él se convierte en fuego. Pero conserva como antes su peso y sus proporcionas y no padece daño ninguno en su naturaleza propia ni pierde la operación que naturalmente le corresponde, bien que conforma con el fuego una sola y única substancia y cumple sin división ninguna lo que por naturaleza le es propio, el cortar por ejemplo y lo que le pertenece por la unión, el quemar. En razón de su perfecta interpenetración y de su mutuo intercambio, cortar les pertenece tanto a él como al fuego. Sin embargo, nada impide significar sus naturalezas propias y numerarlas. No hay obstáculo en distinguir el hierro, aunque su naturaleza se perciba unida a la del fuego. Ni tampoco en distinguir su operación propia, aunque ésta se cumpla en unión con la de quemar y sin que presente ninguna división respecto a ella, sino que, por el contrario, aparezca unida a ella y sea con ella y en ella reconocida bajo un solo y mismo aspecto." [11]

Análogamente, el hombre que somete su voluntad humana a la voluntad divina, no como si aceptara convertirse pasivamente en una marioneta movida por hilos invisibles en una absoluta negación de su alma, sino asintiendo libremente a una voluntad que es más íntima que su propio "yo", la voluntad de Dios que mora en su interior como lo No-otro, es similar al hierro encendido que se vuelve uno con el fuego que lo envuelve y que brota de sí. En un precioso pasaje de San Bernardo de Claraval, nos encontramos con estas imágenes:

“¡Oh amor casto y santo! ¡Oh dulcísimo y suavísimo afecto! ¡Oh intención pura y desinteresada de la voluntad! ¡Tanto más pura y desinteresada aparece, cuanto menos mezclada va de todo interés propio; tanto más dulce y suave, cuanto que es  del todo divino lo que se siente! Amar así es estar endiosado. Así como la gotita de agua caída en el vino pierde su ser, adquiriendo el color y gusto del vino; y así como el hierro candente y llameante parece perder en la fragua su naturaleza y trocarse en vivo fuego, y, en fin, así como el aire, embestido por los rayos del sol, se trueca en luz y, más que iluminarse, parece despedir radiantes claridades, así también en las almas de los santos parecen por arte inefable fundirse todos los afectos humanos con la única voluntad de Dios. Mas si todavía quedase algo del hombre en el hombre, ¿cómo podría decirse que Dios lo es todo en todas sus cosas? La sustancia de nuestra humana naturaleza durará y no se disolverá; pero otra será su forma, otra su gloria, otro su poder y virtud.” [12]

Los ejemplos podrían multiplicarse, pues la misma figura simbólica ha sido utilizada, con exactamente la misma significación, tanto en oriente como en occidente.  Para cerrar el post, nos limitamos a compartir con el lector estos luminosos versos del divino San Simeón el Nuevo Teólogo:

 "Lo he visto nuevamente dentro
de mi casa;
allí estaba súbitamente todo entero
y unificado de forma inefable,
de manera indecible anudado
y trabado conmigo sin trabarse,
como el fuego al hierro
y la luz al cristal.
Me ha hecho como fuego,
como luz me ha presentado.
Convertido en uno, yo y Aquel
al que me he unido,
¿qué nombre me voy a dar?
Soy hombre por naturaleza,
pero por gracia soy Dios.
Pues purificado por el arrepentimiento
y las corrientes de lágrimas
que de un cuerpo divinizado
participan, como si de Dios se tratase,
también yo me convierto en Dios
en una unión inexplicable. " [13]








Notas:

[1] Máximo el Confesor, “Meditaciones sobre la agonía de Jesús”.
[2] Ver Vladimir Lossky, “Teología mística de la Iglesia de Oriente ”.
[3] Ioannis D. Zizioulas, “Comunión y alteridad”. Podríamos decir también, para una mayor precisión, que el Padre, en cuanto Causa del ser y de la personeidad divina, sin cuya relación de alteridad no podría ser referido como "Padre", es el Principio Suprapersonal que da origen a la Santísima Trinidad.
[4] Máximo el Confesor, Op. Cit.
[5] Máximo el Confesor, Op. Cit.
[6] Ibídem
[7] Ioannis D. Zizioulas, Op. Cit.
[8] Thomas Merton, “La experiencia interior”.
[9] Nicolás Berdiaev, “Esclavitud y libertad del hombre”
[10] Ibídem.
[11] Máximo el Confesor, Op. Cit.
[12] San Bernardo de Claraval, “Obras selectas”.
[13] San Simeón el Nuevo Teólogo, "Plegarias de luz y resurrección".

sábado, 10 de agosto de 2013

Theoría Physiké

"Sí, vanos por naturaleza son todos los hombres que han ignorado a Dios, los que, a partir de las cosas visibles, no fueron capaces de conocer a «Aquel que es», y al considerar sus obras, no reconocieron al Artífice. 
En cambio, tomaron por dioses rectores del universo al fuego, al viento, al aire sutil, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los astros luminosos del cielo. 
Ahora bien, si fascinados por la hermosura de estas cosas, ellos las consideraron como dioses, piensen cuánto más excelente es el Señor de todas ellas, ya que el mismo Autor de la belleza es el que las creó.
Y si quedaron impresionados por su poder y energía, comprendan, a partir de ellas, cuánto más poderoso es el que las formó.
Porque, a partir de la grandeza y hermosura de las cosas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor.
Sin embargo, estos hombres no merecen una grave reprensión, porque tal vez se extravían buscando a Dios y queriendo encontrarlo; como viven ocupándose de sus obras, las investigan y se dejan seducir por lo que ven: ¡tan bello es el espectáculo del mundo!
Pero ni aún así son excusables: si han sido capaces de adquirir tanta ciencia para escrutar el curso del mundo entero, ¿cómo no encontraron más rápidamente al Señor de todo?"

(Sabiduría 13, 1-9)


"Porque todo cuanto se puede conocer acerca de Dios está patente ante ellos: Dios mismo se lo dio a conocer, ya que sus atributos invisibles –su poder eterno y su divinidad– se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras."

(Romanos 1, 19-20)


"El apóstol Pablo nos enseña a comprender las cosas invisibles de Dios a través de las visibles, y a contemplar, sobre la base de la razón y de la semejanza, las cosas que no se ven, partiendo de las que se ven. Con ello Pablo nos demuestra que este mundo visible nos instruye sobre el invisible, y que esta situación terrenal contiene ciertas reproducciones de las realidades celestes, de modo que desde las cosas de abajo podemos subir a las de arriba, y por las que vemos en la tierra podemos percibir y comprender las que hay en el cielo. A semejanza de estas realidades celestes, para que se pudieran percibir y colegir más fácilmente las diferencias de las creaturas terrenales, el Creador les confirió una semejanza. Y, como Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, quizá también creó algunas otras creaturas a imagen de ciertas realidades celestes por razón de semejanza. Y quizá también cada una de las realidades terrenas tiene imagen y semejanza de las celestes hasta tal punto, que el mismo grano de mostaza, que es la más pequeña entre todas las semillas, tiene su tanto de imagen y semejanza en los cielos; y el hecho de que se le haya dispuesto un sistema natural tal que, aun siendo la más pequeña entre las semillas, se hace el mayor de los arbustos, tanto que las aves del cielo pueden venir y habitar en sus ramas, hace que tenga semejanza, no sólo de cualquier realidad celeste, sino del mismo reino de los cielos. Por eso es posible que también las demás semillas que hay en la tierra tengan en los cielos alguna semejanza y razón. Y si esto tienen las semillas, también lo tendrán las plantas; y si las plantas, también sin duda los animales: alados, reptiles y cuadrúpedos.

Pero todavía se puede entender otra cosa: como el grano de mostaza no ofrece una sola semejanza, es decir, la del reino de Dios y morada de los pájaros en sus ramas, sino que tiene también otra semejanza, a saber: es imagen de la perfección de la fe, tanto que, si uno tiene de fe así como un grano de mostaza, puede decir al monte que se traslade, y él se trasladará, de la misma manera es posible que también las demás cosas terrenas sean portadoras de imagen y semejanza de las realidades celestes, no ya en un solo aspecto, sino en varios. Y como, por ejemplo, en el grano de mostaza son muchas las realidades que representan imágenes de las realidades celestes, y la última de todas es el uso que de él hacen los hombres en servicio del cuerpo, así también en los demás: semillas, plantas, raíces de hierbas, e incluso los animales, podemos entender que ciertamente prestan a los hombres un uso y un servicio corporal, pero que tienen además formas e imágenes de realidades incorpóreas con las cuales el alma puede aprender e instruirse para contemplar también las realidades invisibles y celestes. Y posiblemente sea esto lo que dice aquel escritor de la divina sabiduría: Él mismo fue quien me dio el conocimiento verdadero de cuanto existe, para que conociera la sustancia del mundo y las propiedades de los elementos, el principio, el fin y el medio de los tiempos, el cambio de los solsticios y la sucesión de las estaciones, los ciclos del año y la posición de las estrellas, la naturaleza de los animales y los instintos de las fieras, las violencias de los espíritus y los pensamientos de los hombres, las variedades de las plantas y las virtudes de las raíces; conocí cuanto está oculto y lo que no se ve [1]. Así pues, mira a ver si de estas palabras de la Escritura podemos colegir con mayor lucidez y evidencia lo que nos habíamos propuesto examinar. Efectivamente, este escritor de la sabiduría divina, después de haber hecho la enumeración de todo, a lo último dice que había recibido el conocimiento de lo que está oculto y de lo manifiesto, dando sin duda a entender que cada una de las cosas que están manifiestas se relaciona con alguna de las que están ocultas, o sea, que todas las cosas visibles tienen alguna relación de semejanza y de razón con las invisibles. Por eso, como quiera que al hombre que vive en la carne no le es posible conocer nada de lo oculto e invisible, sino concibe alguna imagen y semejanza extraída de lo visible, yo pienso que ésta es la razón por la que el que todo lo hizo con sabiduría creó en la tierra cada una de las especies de las cosas visibles con tal disposición que en ellas depositó cierta doctrina y cierto conocimiento de las cosas invisibles y celestiales, para que, gracias a esa doctirna y a ese conocimiento, la mente humana vaya elevándose al conocimiento espiritual y busque entre las realidades celestes las causas de las cosas y así, instruida por obra de la sabiduría de Dios pueda también ella decir: Conocí cuanto está oculto y lo que no se ve [2]."

(Orígenes, "Comentario al Cantar de los Cantares")







[1] Sb 7, 17 ss.
[2] Sb 7, 21.

miércoles, 17 de julio de 2013

La saeta del Amado

"Ahora bien, el alma es movida por el amor y deseo celestes cuando, examinadas a fondo la belleza y la gloria del Verbo de Dios, se enamora de su aspecto y recibe de él como una saeta y una herida de amor. Este Verbo es, efectivamente, la imagen y el esplendor del Dios invisible, primogénito de toda la creación, en quien han sido creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, las visibles y las invisibles. Por consiguiente, si alguien logra con la capacidad de su inteligencia vislumbrar y contemplar la gloria y la hermosura de todo cuanto ha sido creado por él, pasmado por la belleza misma de las cosas y traspasado por la magnificencia de su esplendor como por una saeta bruñida, en expresión del profeta, recibirá de él una herida salutífera y arderá en el fuego delicioso de su amor."


Orígenes, "Comentario al Cantar de los Cantares"





sábado, 4 de mayo de 2013

Metafísica de la persona: por una cristología «des-individualizada» II

Como complemento a nuestra anterior entrada, dejamos aquí un pasaje de la clásica "Exposición de la fe"* de San Juan Damasceno que nos ha parecido especialmente ilustrativo sobre el carácter absolutamente relacional y no-individualizado de la cristología tradicional. Para comprender mejor este texto, debemos tener presente la fundamental distinción entre "hipóstasis" y "naturaleza" en la que tanto han insistido los Padres griegos.

Análogamente a como cada una de las Personas divinas son hipóstasis de una misma naturaleza, todos los hombres, sin confundirse unos con otros, son hipóstasis de una naturaleza humana común que existe a través de ellos. Por lo tanto,  cuando hablamos de unión hipostática, debemos entender que la hipóstasis del Hijo asume en sí misma la naturaleza humana en su totalidad uniéndola sin confusión con la naturaleza divina, común a las tres Personas de la Santísima Trinidad, sin alterarlas y sin formar una nueva substancia compuesta a partir de las mismas.

"Pues bien, de este modo confesamos de la naturaleza divina: de modo perfecto toda ella existe en cada una de sus hipóstasis, toda en el Padre, toda en el Hijo, toda en el Espíritu Santo. Asimismo, por esto es perfecto Dios el Padre, perfecto Dios el Hijo, perfecto Dios el Espíritu Santo. También de este modo afirmamos que en la encarnación de uno de la santa Trinidad, el Verbo de Dios, fue unida toda la naturaleza perfecta de la divinidad en una de sus hipóstasis a toda la naturaleza humana, y no como una parte a otra parte. Pues dice el divino Apóstol: En él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad [1], esto es, en su carne. También el discípulo de éste, Dionisio, el portador de Dios, muy versado en las cosas divinas, afirma que 'se asoció completamente con nosotros en una de sus hipóstasis' [2]. 
Sin embargo, nos vemos obligados a afirmar que todas las hipóstasis de la santa divinidad, o sea, las tres, no fueron unidas hipostáticamente a todas las hipóstasis de la humanidad. En efecto, no están asociados de ningún modo el Padre y el Espíritu Santo a la encarnación del Verbo de Dios, sino en benevolencia y designio. Afirmamos, en cambio, que toda la esencia de la divinidad fue unida a toda la naturaleza humana. Porque tampoco el Verbo de Dios olvidó nada de aquello que injertó en nuestra naturaleza, pues desde el principio nos ha formado, sino que asumió todas estas cosas, el cuerpo, el alma intelectual y racional, y los atributos de éstos. Sin duda, si el viviente está privado de uno de éstos, no es hombre. Así pues, siendo él completo, completamente me asumió, y como completo fue unido a algo completo, para que se conceda la salvación a lo completo. En efecto, lo que no ha sido asumido, no ha sido sanado."

Para evitar toda confusión, advierte más adelante el damasceno:

"¿cómo se dirá que Cristo es Dios perfecto y hombre perfecto, consustancial al Padre y a nosotros, si en él una parte de la naturaleza divina ha sido unida a otra parte de la humanidad?
En cambio, decimos que nuestra naturaleza fue resucitada de entre los muertos, ascendió a los cielos y está sentada a la derecha del Padre. Pero no como si todas las hipóstasis de los hombres hayan resucitado y se sientan a la derecha del Padre, sino en cuanto toda nuestra naturaleza existe en la hipóstasis de Cristo."

Luego, si no hay, como dijimos, confusión ni mezcla en las naturalezas, un individuo cualquiera en tanto que hipóstasis biológica, considerado exclusivamente en su condición creatural caída, a pesar de la Encarnación, estará igualmente sometido o enfrentado a las contingencias del mundo, no será verdaderamente libre ni estará exento del dominio de las pasiones; de modo que no podría, por sus propios medios, asumir ni actualizar interiormente la naturaleza humana divinizada, es decir, unida con la esencia divina en la hipóstasis única del Verbo. Por lo tanto, para que la Economía divina tenga alguna consecuencia ontológica en él, es necesario que muera a su estado profano y renazca, a través de la gracia bautismal, como una hipóstasis eclesial en el Cuerpo Místico de Cristo, como un hijo en el Hijo, enhipostasiado en su existencia teándrica.

"Así pues, nos ha dado un segundo nacimiento (...) para que del mismo modo como los que hemos nacido de Adán, hemos sido hechos iguales a él heredando la maldición y la corrupción, así también los que hemos nacido de Cristo, seamos hechos iguales a él, por lo que heredaremos su incorruptibilidad, su bendición y su gloria."









Notas:

*  Juan Damasceno, "Exposición de la fe", ed. Ciudad Nueva, 1º ed., 2003, Madrid, España. Todas las citas pertenecen a la misma obra.
[1] Col 2, 9
[2] Ps.-D. Areopagita, De divinis nominibus, 1, 4: PG 3, 592 A.


miércoles, 17 de abril de 2013

Metafísica de la persona: por una cristología «des-individualizada» I

"La humanidad, que era una imagen de Dios en Adán o, si se prefiere, un "espejo" singular de la naturaleza divina, se astilló en millones de fragmentos por aquel pecado original que indispuso a todo hombre con Dios, con los demás hombres, y consigo mismo. Pero el espejo quebrado se vuelve de nuevo una imagen perfectamente unida de Dios en la unión de quienes son uno en Cristo."

Thomas Merton, "El hombre nuevo"

"Jesucristo no recibe el nombre de Salvador porque traiga al mundo una hermosa revelación, una soberbia enseñanza sobre la persona, sino porque él lleva a cabo en la historia la realidad misma de la persona y hace de ella la base y la hipóstasis de la persona para todos."

Ioannis Zizioulas, "El ser eclesial"


Podemos pensar la cristología de dos formas diferentes: por un lado, podemos entender el ser de Cristo, Dios hecho hombre, objetiva e históricamente como el de un individuo, es decir, como una entidad particular concebible en sí misma, espacial y temporalmente localizado. Esta perspectiva, compartida tal vez por un gran número de cristianos, es legítima en su respectivo dominio, pero, tal y como está expresada, presenta algunas dificultades lógicas y prácticas en el campo de la soteriología que no pueden ser resueltas fácilmente.

Si se toma la parte "humana" como base para la identidad con Cristo, un individuo cualquiera, aunque incorporado formalmente en la Iglesia, no puede tener con Él más que una relación de tipo sentimental, moral o psicológica; no puede sino concebirlo como el modelo ético al que idealmente debe tender con sus actos e intenciones en el camino de una imitatio Christi, pero manteniendo, no obstante, una alteridad insuperable debido a las limitaciones constitutivas de la naturaleza humana caída. A esto podría responderse, claro está, que dicha distancia puede ser reducida, con la intervención y la guía del Espíritu Santo, a través de las Sagradas Escrituras y de todos los medios que la tradición nos ha legado. Sin embargo, aún bajo estas circunstancias, no podría establecerse de modo efectivo ningún vínculo existencial u ontológico con un personaje histórico separado por una barrera geográfica y temporalmente infranqueable.

Ahora bien, desde un punto de vista más elevado, podríamos considerar a partir de aquí que, en función de la autoridad espiritual que de Él emana en su carácter de Enviado divino, instituyó, en un momento histórico determinado, una nueva forma tradicional, destinada ya no solamente al pueblo judío, sino a toda la humanidad; actuó como fuente y transmisor de una cierta "influencia espiritual" y estableció los ritos apropiados para dicha vía de realización. Esto es exacto, al menos hasta un cierto punto, pero si nos limitamos a este aspecto de su función y revelación lo colocaríamos en una situación casi de igualdad con el resto de los Profetas y no podría hablarse de una verdadera comunión ni de una relación personal con el Hijo, mucho menos de un conocimiento e identificación con el mismo. Por lo tanto, ¿estamos en condiciones de afirmar realmente que Él es, para nosotros, el Camino, la Verdad y la Vida?

Esto significa que debemos necesariamente reconocer un modelo cristológico diferente, en el que Cristo, aún siendo una persona particular y concreta, no pueda concebirse en sí mismo como un individuo; y por extraña que pueda sonar tal afirmación, a menos que se dé esta "des-individualización" en la cristología, las implicaciones existenciales no tendrán valor ontológico ni metafísico alguno. Con lo que acabamos de decir no pretendemos poner en duda, ni mucho menos, la existencia de un Cristo histórico, irrupción misteriosa de la Eternidad en el tiempo, y podemos preguntarnos, junto al metafísico francés René Guénon:

 "¿quién se atrevería a pretender que el Verbo eterno y su manifestación histórica, terrenal y humana, no son real y substancialmente un solo y mismo Cristo bajo dos aspectos diferentes? Tocamos aquí también la relación de lo temporal y lo intemporal; quizás no convenga insistir más en ello, pues se trata de cosas que sólo el simbolismo permite expresar, en la medida en que son expresables."[1]

Nosotros, para una mayor precisión, preferimos hablar de "eterno" en lugar de "intemporal", por las consecuencias que de allí podrían derivarse, pero dejémoslo aquí por el momento.

Pues bien, si Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, no es un individuo particularizado, ¿qué es entonces? Tal y como está formulado dogmáticamente, es nada menos que una Persona con dos naturalezas, divina y humana. Hablar detalladamente sobre un tema tan complejo, sobre todo por los abusos del lenguaje a los que estamos habituados, como es el de la diferencia y las relaciones entre "individuo" y "persona", tema sobre el que deberemos volver en otra ocasión, excede los límites que nos hemos propuesto para el presente artículo. Por ahora, sírvannos como introducción estas palabras del teólogo ruso Vladimir Lossky que hacen referencia a la dimensión personal de la naturaleza humana:

 "Después del pecado original la naturaleza humana se vuelve dividida, fragmentada, descuartizada en varios individuos. El hombre se presenta en un doble aspecto: como naturaleza individual se vuelve parte de un todo, uno de los elementos constitutivos del universo; pero como persona no es en modo alguno una parte: en sí contiene el todo. La naturaleza es el contenido de la persona, la persona es la existencia de la naturaleza. Una persona que se afirma como individuo encerrándose en los límites de su naturaleza particular no puede realizarse plenamente: se empobrece. Renunciando a su contenido propio, dándolo libremente, dejando de existir por sí mismo es como la persona se expresa plenamente en la naturaleza una de todos. Renunciando a su bien particular se dilata infinitamente y se enriquece por todo lo que pertenece a todos. La persona se vuelve imagen perfecta de Dios adquiriendo la semejanza, que es la perfección de la naturaleza común a todos los hombres. La distinción entre las personas y la naturaleza reproduce en la humanidad el orden de vida divina expresado por el dogma trinitario. Es el fundamento de toda la antropología cristiana, de toda la moral evangélica, pues el cristianismo es una "imitación de la naturaleza de Dios", según la sentencia de san Gregorio Niseno." [2]

Cristo, como hombre, no se manifestó en la historia como un ser individualizado, sino como una persona, en el sentido más elevado del término, pero su naturaleza, como dijimos anteriormente, no es únicamente humana, sino también y sobre todo, divina: es una Persona divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que se hace presente en este mundo de una forma particularizada pero sin disminuirse en su realidad eterna; y esto nos abre las puertas a consideraciones más profundas, pues el misterio de Cristo, "que se substrae a toda racionalización", como bien lo señala Nikolái Berdiaev, "es el misterio de la unión paradójica del uno y del múltiple. El Cristo representa a la humanidad entera. Es el hombre universal en el tiempo y en el espacio. El misterio del Cristo proyecta una luz sobre el de la persona." [3]

Con este tipo de cristología "des-individualizada" es posible concluir, siguiendo al teólogo griego ortodoxo Ioannis Zizioulas, metropólita de Pérgamo, en su interesante ensayo titulado "El ser eclesial", que cuando ahora decimos "Cristo":

 "...nos referimos a una persona y no a un individuo; nos referimos a una realidad relacional que existe "por mí" o "por nosotros". Aquí el Espíritu santo no es aquel que nos ayuda a reducir la distancia entre Cristo y nosotros, sino que es la persona de la Trinidad que lleva a cabo en la historia lo que llamamos Cristo, esta entidad absolutamente relacional, nuestro Salvador. En este caso, nuestra cristología está esencialmente condicionada por la pneumatología, no de forma secundaria (...); de hecho, esta constituida pneumatológicamente. Entre Cristo, que es la verdad, y nosotros no hay que rellenar un abismo mediante la gracia. El Espíritu santo, al hacer real el acontecimiento de Cristo en la historia, hace real al mismo tiempo la existencia personal de Cristo como un cuerpo o comunidad. Cristo no existe primero como verdad y después como comunión: es ambos a la vez. Toda separación entre cristología y eclesiología desaparece en el Espíritu." [4] 

Estas conclusiones son sumamente importantes para la mejor comprensión de una eclesiología fundamentalmente pneumatológica, y no centrada ya en la figura de Cristo como el punto de partida histórico -y por tanto separado temporal y espacialmente de nosotros- de la institución eclesial, de su Cuerpo Místico, pues:

"Sólo desde una perspectiva cristológica se puede hablar de la Iglesia como in-stituida (por Cristo), pero desde una perspectiva pneumatológica tenemos que hablar de ella como con-stituida (por el Espíritu). Cristo in-stituye y el Espíritu con-stituye. La diferencia entre esas dos preposiciones (in- y con-) puede ser enorme para la eclesiología. La "institución" es algo que se nos presenta como un hecho, más o menos como un fait-accomplit. Como tal, es una provocación a nuestra libertad. La "constitución" es algo que nos implica en su propio ser, algo que aceptamos libremente, porque participamos en su aparición. En el primer caso la autoridad es algo que se nos impone, mientras que en el segundo es algo que surge de entre nosotros. Si se concede a la pneumatología un papel constitutivo en la eclesiología, todo el tema del Amt und Geist o del "institucionalismo" se ve afectado. La noción de comunión ha de aplicarse a la ontología misma de las instituciones eclesiales, no sólo a su dinamismo y eficacia." [5]

Cristo es el Hijo del hombre corporativo, el Verbo que "se hizo carne y habitó en nosotros" (Jn 1, 14), el Unigénito del Padre y la Cabeza del Cuerpo místico que reúne a todos los miembros en Sí mismo, pero no es una realidad impuesta exteriormente que forzosamente deba ser aceptada, es el fundamento ontológico de la Vida verdadera; por lo tanto nuestra relación con Él, que no es de ningún modo la rememoración sentimental de un personaje histórico o de un héroe mítico cualquiera, ya no puede ser dada por una distinción entre sujeto y objeto,  es una relación personal y metafísica, pues Él es el Sujeto absoluto de todo conocimiento efectivo que opera interiormente desde nuestra propia subjetividad. Análogamente a la comunión intradivina de la Santísima Trinidad, sin la cual la Esencia divina no podría ser lo que es, aquí encontramos una superación de todas las antinomias: Cristo es el Uno que no puede manifestarse sin la multiplicidad, sin su Cuerpo Místico, al mismo tiempo que la comunidad eclesial no puede tener una existencia real, ni sus miembros pueden escapar al dominio de la muerte, sin la presencia central del Hijo efectuada por la acción del Espíritu Santo. Por ello, como también señalará Zizioulas más adelante en esta misma obra:

"...el cuarto evangelio no sólo permite ser tomado como una liturgia eucarística, sino que también se caracteriza por expresiones tan inexplicables como el extraño juego entre la primera persona del singular y la primera persona del plural en Jn 3, 11-13: 'Yo te aseguro que hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto; pero vosotros rechazáis nuestro testimonio. Si no me creéis cuando hablo de las cosas terrenas, ¿cómo vais a creerme cuando os hable de las del cielo? Nadie ha subido al cielo, a no ser el que vino de allí, es decir, el Hijo del hombre." Debería destacarse que se trata nuevamente de un texto sobre el Hijo del hombre que contiene tal fenómeno filológico que solamente puede comprenderse en sentido eclesiológico." [6]

El Salvador, la Persona divina y humana por excelencia, mostrándose a Sí mismo como lugar de la coincidentia oppositorum, nos señala indirectamente con sus propias palabras el horizonte de la máxima realización a la que puede aspirar el hombre por la restauración de su semejanza divina, o sea: el santo, el hombre deificado, al morir como entidad individualizada, pero sin abolir por ello su singularidad eterna, participa efectivamente en la comunión eucarística con el Verbo, viviendo en Él mientras Él vive en cada uno de sus miembros, se "universaliza" al identificarse con Aquel que es el Hombre Universal desde antes del principio de los tiempos, y  renace plenamente en su hipóstasis eclesial, esto es, accede a una constitución hipostática sin necesidad ontológica, absolutamente libre e incondicionado en su dimensión personal, llegando a ser por participación, lo que Jesús es por naturaleza, Hombre y Dios, una persona verdadera que retorna al seno del Padre, fuente de toda divinidad, para participar de la Vida misma de la Santísima Trinidad en la perfección suprema.

 "El hombre perfecto es solamente, por lo tanto, quien es verdaderamente una persona, es decir, aquel que subsiste, que posee un modo de existencia que le constituye como ser, precisamente de la forma en la que también Dios subsiste como ser - en el lenguaje de la existencia humana esto es lo que significa una unión hipostática-" [7]

No queremos decir con esto que la realización metafísica alcanzada por la theosis sea, en términos teológicos, un equivalente exacto de la Unión Hipostática que sólo puede darse por naturaleza en el Hijo de Dios, pero de acuerdo a la enseñanza patrística, continuada posteriormente en la tradición hesicasta, el hombre no es sólo un microcosmos, un "resumen del universo", la corona de toda la Creación, es también en su más profunda interioridad, en el secreto núcleo de su corazón, un microtheos, una imagen de la Persona Divina; pero esta imagen que subyace como la más alta dignidad del ser humano ha sido aparentemente desfigurada -o más exactamente, ocultada- por el desgarramiento provocado en la caída, por la pérdida de la semejanza con el Creador. Este reconocimiento de una orientación dual en el hombre, situado entre la tierra y el cielo, marca el comienzo del combate invisible contra las determinaciones y limitaciones propias del individuo atrapado en su hipóstasis humana, sometido a las leyes naturales del mundo, y nos abre el camino, por el descenso de la gracia increada del Espíritu Santo y la participación activa de una vida en Cristo, hacia la conquista de la libertad originaria de la persona que hunde sus raíces en el abismo de la infinitud divina.

"Esto es lo que dice la Escritura: El primer hombre, Adán, fue creado como un ser viviente; el último Adán, en cambio, es un ser espiritual que da la Vida. Pero no existió primero lo espiritual sino lo puramente natural; lo espiritual viene después. El primer hombre procede de la tierra y es terrenal; pero el segundo hombre procede del cielo. Los hombres terrenales serán como el hombre terrenal, y los celestiales como el celestial. De la misma manera que hemos sido revestidos de la imagen del hombre terrenal, también lo seremos de la imagen del hombre celestial." (I Cor. 15, 45-49)

Nikolái Berdiaev, sin alejarse en absoluto del espíritu de los Padres, admite que si el hombre no es, a la manera de Jesucristo, un Hombre-Dios, puede sin embargo aspirar a la dignidad teándrica como persona, como hombre-Dios -en contra de lo que pudieran afirmar ciertos teólogos racionalistas-, por la existencia en él de un elemento divino, y lo expresa de la siguiente manera:

 "Lo divino es trascendente con relación al hombre, y lo divino se halla al mismo tiempo misteriosamente unido al hombre en el hombre-Dios. Eso, y sólo eso, hace posible la aparición en el mundo de la persona no sometida al mundo. La persona es humana, y supera a lo humano que sólo depende del mundo. El hombre es un ser complejo; lleva en sí la imagen del mundo, pero no es sólo la imagen del mundo, es también la de Dios. Es el teatro de una lucha entre el mundo y Dios, es un ser a la vez dependiente y libre. 'Imagen de Dios' es una expresión simbólica, y se tropieza con dificultades insuperables en cuanto se la quiere transformar en noción. El hombre es un símbolo, puesto que lleva el signo de algo que no es él, y puesto que él mismo es el signo de ese algo que no es él. Sólo en eso reside la posibilidad de la manumisión del hombre de la esclavitud. Tal es la base religiosa de la concepción de la persona, no su base teológica, sino la base existencial, es decir, constituida por una experiencia espiritual. La verdad teoándrica no es ni una fórmula dogmática, ni una doctrina teológica, sino una verdad experimental, una verdad que ha surgido de una experiencia espiritual." [8]







Notas:
[1] René Guénon, "A propos de quelques symboles hermético-religieux", artículo aparecido en la revista Regnabit, diciembre de 1925, citado por Un monje de Occidente en "Doctrina de la No-dualidad y Cristianismo".
[2] Vladimir Lossky, "Teología mística de la Iglesia de Oriente", ed. Herder, 1º ed., 2009, Barcelona, España, p. 91
[3] Nicolás Berdiaev, "Esclavitud y libertad del hombre", ed. Emecé Editores, 1º ed., 1955, Buenos Aires, Argentina, p. 64
[4] Ioannis D. Zizioulas, "El ser eclesial", ed. Sígueme, 1º ed., 2003, Salamanca, España, p. 122-123
[5] Ibídem, p. 154
[6] Ibídem, p. 161
[7] Ibídem, p. 69
[8] Nicolás Berdiaev, op. cit., p. 58-59

domingo, 7 de abril de 2013

"Cuando comenzó su ministerio, Jesús tenía unos treinta años..." (Lc 3, 23)

Interpretación simbólica de la edad que marca el paso de la "vida oculta" al ministerio público de Nuestro Señor Jesucristo, por San Máximo el Confesor:

"El Señor se manifiesta a la edad de treinta años, enseñando con este número, secretamente, a quien sabe darse cuenta, los misterios que le conciernen. En efecto el número treinta, entendido místicamente, representa al Señor como Creador y providente del tiempo, de la naturaleza, y de los seres inteligibles que sobrepasan la naturaleza visible. Del tiempo, mediante el siete: en efecto el tiempo es septenario [1]; de la naturaleza, mediante el cinco: la naturaleza es en efecto quinquenal, por la percepción sensible que se subdivide en cinco partes; para los inteligibles, mediante el ocho: el origen de los seres inteligibles está por encima del período medido del tiempo. [2]

Dios se revela providente con el diez: mediante la santa década de los mandamientos que induce a los hombres al bien y porque el Señor, cuando se hizo hombre, ofreció místicamente como primicia la denominación de este número. [3] Sumando entonces el cinco, el siete, el ocho y el diez, se obtiene el número treinta.

Quien, por tanto, tiene al Señor como guía, no ignorará la razón por la que también Él se manifestará a los treinta años, capaz de anunciar el Evangelio del Reino. En ese tiempo creará de modo irreprensible, como una naturaleza visible cualquiera, el mundo de las virtudes según la vida activa, sin alterar el recorrido de su alma, que se mueve a través de los contrarios como un arco de tiempo. Y en ese momento, por medio de la contemplación, tomará con seguridad el conocimiento y podrá providencialmente infundir también en los demás este mismo estado. Entonces también Él, como si tuviese corpóreamente esta misma edad, tiene treinta años en cuanto al espíritu, y manifiesta al mismo tiempo la operación de los bienes que le son propios en los otros."

Máximo el Confesor, "Doscientos capítulos sobre la Teología y la economía de la Encarnación del Hijo de Dios"





[1] En cuanto la creación de las realidades temporales ha encontrado su realización en seis días, y el séptimo día pone término al movimiento de lo que es propio del tiempo.
[2] En otro lugar de esta misma obra San Máximo dice: "El sexto día, según las Escrituras, presenta el cumplimiento de los seres comprendidos en la naturaleza. El séptimo circunscribe el movimiento propio del tiempo. El octavo manifiesta la modalidad de ser de lo que trasciende la naturaleza y el tiempo."
[3] En griego el número diez está indicado por la letra I, que es la inicial del nombre de Jesús en dicha lengua.