LUZ TABÓRICA

Luz Tabórica
"No hay más que una sola y misma luz divina: la del Tabor, la contemplada por las almas purificadas desde ahora, la de la parusía y los bienes futuros."

San Gregorio Palamas


martes, 24 de enero de 2012

La luz increada de la Transfiguración

"Y a causa de ese don de la gracia divina sobrenatural consistente en la infusión del aliento de vida, Adán podía ver y oír a Dios paseándose por el jardín y comprender sus palabras, así como la conversación de los ángeles y el lenguaje de todas las bestias de la tierra, las aves del cielo y los reptiles; todo lo que ahora está oculto para nosotros, pecadores, por la caída, todo eso era claro y comprensible para Adán antes de la caída."

San Serafín de Sarov


En el año 1330, arriba a Constantinopla un monje calabrés llamado Barlaam, miembro de la Iglesia Ortodoxa pero muy influenciado por ciertos aspectos desviados de la teología de occidente, la filosofía platónica y el humanismo que comenzaba a emerger en esta época en los ambientes intelectuales de su tierra natal. Su intención era conocer más de cerca los fundamentos de la tradición cristiana oriental, es decir, las bases espirituales de la propia Iglesia a la que pertenecía, de los que había tomado una cierta distancia a raíz de las corrientes culturales de las que estaba embebido. Se encontraba especialmente interesado en el apofatismo, en la llamada teología negativa cuyo desarrollo se remonta a las primeras épocas de la patrística griega, pero su enfoque estaba gravemente condicionado por las tendencias racionalistas propias de una formación filosófica deudora de la asimilación parcial y sesgada del pensamiento neoplatónico que se pretendía independiente de la enseñanza revelada. Consideraba en realidad una via negationis en la que la incognoscibilidad divina oscila peligrosamente entre el agnosticismo y el límite impuesto por la capacidad finita del conocimiento humano. Las respuestas a sus formulaciones llegaron inmediatamente de la mano de Gregorio Palamas, un joven monje del Monte Athos nacido en el seno de una familia noble originaria de Asia Menor, portavoz indiscutido de la tradición y años más tarde convertido en uno de los grandes santos venerados por la Iglesia de Oriente, quien afirmaba contundentemente la posibilidad de un conocimiento real y efectivo de Dios en la revelación que desciende eternamente hacia el mundo por la mediación de Su gracia.

Con intenciones de conocer de cerca el ambiente del que había surgido dicha respuesta, Barlaam tomó contacto con los monjes griegos que preservaban intacto el depósito espiritual de la tradición hesicasta que había llegado hasta ellos a través de una larga cadena de transmisión oral y escrita de las enseñanzas originadas en los primeros siglos de la era cristiana. Sin embargo, la ignorancia y los prejuicios que acompañaban su soberbia racionalista no le permitieron comprender la naturaleza ni los fundamentos auténticamente metafísicos de sus prácticas, en ocasiones acompañadas de precisas técnicas psicofísicas de control de la respiración, fijación de la mirada, concentración mental -que no presentan sino, como algunos maestros espirituales advierten, un carácter auxiliar en cuanto soportes externos que conducen a la contemplación interior- asociadas a la recitación incantatoria de la oración del corazón, y es por eso que los acusó de quietistas y de haber caído en la herejía mesaliana que pretendía conocer al Dios oculto, al Absoluto, a través de los sentidos carnales. Sostenía, por el contrario, en su estrecha concepción antropológica que todo el conocimiento posible debe ser atribuido a las facultades cognitivas naturales, por lo que el hombre está consecuentemente imposibilitado en condiciones normales de obtener un conocimiento efectivo de la realidad divina; por lo tanto, la práctica de la oración contemplativa debía apuntar a un retiro del intelecto, una escición respecto del cuerpo, acompañada por una mortificación de la parte pasiva del alma, para alcanzar en el éxtasis final, en una salida fuera de sí, la comunión imperfecta con un Dios que permanece siempre incognoscible, y todo lo que se pueda decir de Él no tiene más que un carácter meramente especulativo y simbólico. Estos ataques a la espiritualidad hesicasta suscitaron un encendido debate que tuvo nuevamente como principal protagonista a San Gregorio Palamas, quien refutaba los postulados anteriores apoyándose en la doctrina metafísica cristiana en la que se había formado, pues, lejos de despreciar el soporte corporal, que es necesariamente el punto de partida para toda realización posterior, y de buscar un estado extático cualquiera, enseña que los esfuerzos deben conducir a una concentración del intelecto dentro del cuerpo o, mejor dicho, dentro del hombre en su totalidad, porque es el cuerpo lo que hace al hombre "más a imagen de Dios" que los propios ángeles, pues el espíritu unido al cuerpo posee una energía vivificante con la que lo anima, así como, análogamente, la verdadera vida le es concedida a éste por el Espíritu divino. Como él mismo señala: "Nuestro cuerpo no tiene en sí mismo nada de malo; es bueno por naturaleza; sólo existe algo dañoso en él: el espíritu carnal, el cuerpo prostituido al pecado. El mal no viene de la carne sino de aquél que la habita. El mal no consiste en que el espíritu habite en el cuerpo sino más bien en que la ley opuesta a la ley del espíritu se ejercite en nuestros miembros. He aquí por qué nos rebelamos contra la ley del pecado y la expulsamos del cuerpo para introducir en él la autoridad del espíritu." [1] Pero, entiéndase bien, el "alma razonable", siendo inmaterial, no se la considera restringida y encerrada en el cuerpo: "En cuanto a nosotros, sabemos a ciencia cierta que nuestra alma razonable no está dentro de nuestro cuerpo como estaría en un recipiente -puesto que es incorporal- pero tampoco fuera -puesto que está unida al cuerpo-, sino que está en el corazón como en su órgano" [2], entendiendo aquí al corazón, como lo han hecho tradicionalmente los Padres, no sólo como órgano físico, sino principalmente como el centro ontológico de la individualidad humana y el punto de acceso a los estados superiores, lo cual tiene importantes conscuencias teóricas y prácticas que no desarrollaremos en esta ocasión, pero podemos intuir al menos que las acciones y reacciones de cada parte del cuerpo pueden estar dotadas, en un contexto adecuado, de un carácter legítimamente ritual.

En cuando a las posibilidades de un conocimiento progresivo y efectivo de Dios, el sabio athonita explica, inspirándose doctrinalmente en Gregorio de Nisa y en Dionisio el Areopagita, que debe establecerse una distinción entre la supraesencia inaccesible, incognoscible e incomunicable de Dios y las energías u operaciones divinas, que son fuerzas naturales e inseparables de la esencia, en las que lo divino se manifiesta teofánicamente; puede concluirse entonces que la Deidad, permaneciendo oculta en Sí misma, se da a conocer misteriosamente a las criaturas a través de sus energías increadas. Ésto chocaba directamente con la filosofía profana de Barlaam, según la cual, siendo Dios únicamente puro acto, no podía admitirse algo que sea Dios y al mismo tiempo diferente de su propia esencia, por lo que las energías en las que el Ser divino es participado deberían ser o bien el propio Dios, en cuanto acto, o bien productos exteriores, efectos creados y causados por la propia esencia, una gracia creada y naturalmente limitada, determinada en el orden mismo de la Creación, que impediría la debida articulación entre la finitud humana y el Infinito incognoscible. Pero las energías no son una presencia operativa de la causa divina, no son producidas de la nada como las criaturas; son los desbordamientos eternos que fluyen desde la supraesencia de la Trinidad trascendiendo su propia trascendencia; Dios no está aminorado en ellas, sino que se encuentra totalmente presente en cada rayo que participa de su inefable divinidad. Las energías, las gracias increadas, son los Nombres por los que el Inmanifestado se revela a nosotros, comunicándose por el Hijo en el Espíritu. En palabras del teólogo ruso Vladimir Lossky: "Las energías revelan los nombres innumerables de Dios, según la enseñanza del Areopagita: Sabiduría, Vida, Poder, Justicia, Amor, Ser, Dios, y una infinidad de otros nombres que permanecen desconocidos para nosotros, pues el mundo no puede contener la plenitud de la manifestación divina que se revela en las energías, de igual modo que no podría contener los libros, si se escribiera cuanto había hecho Jesús, en palabras de san Juan (21, 25). Al ser los nombres divinos innumerables, como las energías, la naturaleza que revelan permanece anónima, incognoscible; tiniebla oculta por la profusión de la luz." [3] Son los atributos de Dios, pero comprendidos como donaciones dinámicas y concretas de lo divino, y no como los conceptos formulados racionalmente por una teología abstracta y especulativa.

Ahora bien, desde esta perspectiva, la simplicidad divina es antinónica y no podría fundarse en el concepto de una "esencia simple", es decir que su naturaleza esencial -aunque aquí ya no sea del todo adecuado hablar de "naturaleza" en el sentido que comúnmente se le da a este término- no es inaccesible sólo porque lo simple escapa a nuestro modo de conocer ligado a lo múltiple, sino que Su incognoscibilidad es más absoluta, más radical, y sobrepasa la esfera del Ser; por eso el Areopagita prefiere hablar no ya de la Unidad, sino de la Trinidad, un nombre "más sublime" que no excluye la distinción pero tampoco admite separación ni división en lo Divino, porque la Trinidad no es lo Uno ni lo múltiple, sino que sobrepasa toda antinomia concebible. Como diría Nicolás de Cusa, ese incomparable faro de occidente que tanto en común tiene con los orientales:

"A aquel principio no le conviene ni el nombre de la unidad, ni el de la singularidad, ni el de la pluralidad o el de la multiplicidad, ni cualquier otro nombre nombrable o inteligible por nosotros, ya que allí el ser y el no ser no se contradicen" [4]


Siendo el Padre, que no es conocible sino a través del Hijo, la fuente única de la Divinidad de la que procede el Espíritu y de la que el Verbo es engendrado, la naturaleza divina y las Personas son establecidas simultáneamente sin que exista precedencia lógica ni ontológica entre ellas, pero sin que haya por otro lado, una confusión entre el Absoluto y el Dios personal nacido eternamente en el seno de su oscuridad luminosa; distinción salvada precisamente por el apofatismo. Y es esa generación eterna de la Persona divina el arquetipo ejemplar de la elevación del hombre a su genuina personalidad espiritual, pues estrictamente podemos decir, siguiendo a Paul Evdokímov, que sólo en Dios existe la Persona y sólo Él personaliza a toda persona humana situándola en su verdad, en su arquetipo eterno:

"La persona se hace transcendiéndose hacia Dios. A este nivel, la persona en cuanto hipóstasis no nos pertenece en propiedad: la recibimos en la comunión con Dios; está 'identidada por la gracia', según la expresión de san Máximo. La Hipóstasis del Verbo es el lugar de la unión de lo divino y de lo humano. La 'persona' de todo ser humano se hace 'hipóstasis', cuando también y a imagen de Cristo es el lugar de la comunión entre Dios y el hombre, cuando 'enhipostasía' la existencia teándrica 'divino-humana'. 'El hombre, decía san Basilio, es una criatura que ha recibido la orden de hacerse dios'; lo que significa hacerse hipóstasis de su ser deificado. Según san Máximo, la persona está llamada 'a unir por el amor la naturaleza creada con la naturaleza increada' (las energías deificantes)."[5]

Pero el hombre es capaz de alcanzar este grado de realización espiritual, la suprema theosis que lo convierte en dios por participación, porque además de estar creado a imagen y semejanza de Dios, conteniendo potencialmente en sí mismo los Cielos y la Tierra, en su estado primordial recibió la energía increada del Espíritu, esto es, el soplo del Padre sobre el rostro de Adán que le infunde el "espíritu de vida" y lo hace partícipe de la gloria y el esplendor divinos; la caída edénica presupone una perturbación en la constitución de la naturaleza humana y la consecuente pérdida de este don, lo que equivale a una muerte espiritual; pero éste será recuperado, desde el punto de vista cristiano, por la actualización del influjo espiritual transmitido virtualmente por la gracia bautismal. Y en este ascenso espiritual, el hesicasta participará progresivamente, cada vez con mayor plenitud, en la llama deificante del Espíritu que desciende directamente hacia él desde el trono invisible del "Padre de las luces", pero sin que la corporalidad se vuelva un obstáculo, pues el cuerpo en su trabajo ascético y ritualístico deberá ser purificado y espiritualizado obteniendo interiormente las facultades espirituales que le permiten al sujeto contemplar objetivamente, identificándose a su vez con el objeto de la visión, la manifestación epifánica de las luces eternas en una experiencia que desborda la separación entre lo inteligible y lo sensible, convirtiéndose él mismo en luz; San Gregorio Palamas afirmará que "si el cuerpo debe tomar parte con el alma en los bienes inefables del siglo futuro, es cierto que debe participar de ellos, en la medida de lo posible, desde ahora... Porque también el cuerpo tiene la experiencia de las cosas divinas cuando las fuerzas pasionales del alma se encuentran no muertas, sino transformadas y santificadas." [6] Ésta es la luz que resplandece en el "día octavo", el anticipo de la Parusía, el fulgor del Rostro luminoso de Dios; es la misma luz divina, increada y eterna, que contemplaron con sus ojos de fuego los discípulos de Cristo en el Monte Tabor; éste es el misterio de la Transfiguración.






Referencias:

[1] AA.VV., "La Filocalia de la oración de Jesús", ed. Lumen, 1º ed., 1979, Buenos Aires, Argentina.
[2] Ibídem.
[3] Vladimir Lossky, "Teología mística de la Iglesia de Oriente, ed. Herder, 1º ed., 2009, Barcelona, España.
[4] Nicolás de Cusa, "Diálogos del Idiota", ed. EUNSA, 1º ed., 2001, Pamplona, España.
[5] Paul Evdokímov, "El conocimiento de Dios en la tradición oriental", Ediciones Paulinas, 1º ed., 1969, Madrid, España.
[6] Vladimir Lossky, op. cit.